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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La era de los genocidios no ha terminado

Obama esgrime el riesgo de matanza y exterminio de una minoría religiosa para intervenir en Irak

Marc Bassets
La embajadora estadounidense ante Naciones Unidas, Samantha Power.
La embajadora estadounidense ante Naciones Unidas, Samantha Power.REUTERS

La palabra genocidio había desaparecido del diccionario de las relaciones internacionales. Sí, se usa y abusa de la palabra en cualquier conflicto y crisis. Pero desde las guerras balcánicas de los años noventa el genocidio no había vuelto a aparecer en los cálculos geopolíticos de las grandes potencias.

"Cuando tenemos capacidades únicas para impedir una matanza, creo que los Estados Unidos de América no pueden mirar hacia otro lado. Podemos actuar, de forma cuidadosa y responsable, para prevenir un acto potencial de genocidio", dijo el jueves el presidente de EE UU, Barack Obama, cuando anunció que había autorizado ataques aéreos en Irak.

Evitar el genocidio de los yazidíes, una minoría perseguida por los insurgentes suníes que en los últimos meses han tomado el control de buena parte de Irak, es uno de los motivos que Obama esgrimió para justificar la intervención militar. El otro —más tradicional y acorde con la realpolitik que ha caracterizado su política exterior— era la protección de los norteamericanos que se encuentran en el norte de Irak.

La novedad era la alusión al genocidio, “el intento de destruir, entera o parcialmente, un grupo nacional, étnico, racial o religioso”, según la Convención para la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio, adoptada en 1948, tras la Segunda Guerra Mundial. El genocidio era el crimen excepcional, el que justificaba vulnerar la soberanía nacional para prevenirlo.

Pero raramente Estados Unidos y sus socios democráticos se apoyaron en esta convención para evitar matanzas de minorías exóticas en países lejanos. La historia del siglo XX es la historia de la pasividad occidental ante los genocidios.

Samantha Power, embajadora de EE UU ante la ONU, denunció en un libro la pasividad de Washington ante los genocidios del siglo XX
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No por falta de información. Las noticias sobre los exterminios en curso siempre llegaron a Washington y otras capitales. Siempre hubo hombres y mujeres justos que agitaron las conciencias para evitarlos. Casi siempre fracasaron y se impuso el realismo y las excusas: es un asunto interno de otro país, no se puede hacer nada para evitarlo, intervenir creará mas problemas de los que resolverá…

Durante las matanzas de armenios en la Primera Guerra Mundial, el embajador norteamericano Henry Morgenthau removió cielo y tierra para que su país actuase. Sin éxito.

Tres décadas después, las informaciones del Holocausto eran conocidas en el Departamento de Estado y la Casa Blanca, y un hombre, el jurista Raphael Lemkin, escapado de Polonia, puso en marcha uno de los mayores esfuerzos para persuadir a Washington y a la opinión pública norteamericana para que reaccionase. Pero los aliados tenían otra prioridad y no era bombardear Auschwitz y salvar a los judíos sino derrotar a Hitler.

Tampoco las matanzas de los Jemeres Rojos en Camboya, a finales de los años setenta, desencadenaron una intervención internacional: el escepticismo sobre la locura violenta que desató la banda de Pol Pot —1,7 millones de camboyabos muertos— y la fatiga por la guerra de Vietnam paralizaron a la comunidad internacional.

Lo mismo ocurrió en 1987 y 1988 en Irak, cuando Sadam Husein gaseó y ejecutó a decenas de miles de kurdos. No hubo intervención. EE UU ni siquiera cortó la ayuda agrícola e industrial.

El genocidio ruandés, en 1994, topó con la indiferencia de EE UU y Europa, igual que la persecución de los musulmanes de Bosnia. EE UU y la OTAN no intervinieron hasta que buena parte de los objetivos de los genocidas se había cumplido.

Nadie ha contado tan bien esta historia —y nadie ha denunciado con tantos argumentos, documentación y convicción la pasividad de Estados Unidos ante los genocidios del siglo XX— como Samantha Power, autora de ‘“A problem from hell’. America ante the age of genocide’ (Un problema infernal. América en la era del genocidio), un libro con el que esta periodista y activista proderechos humanos ganó el Pulitzer en 2003.

En 2005 un senador novato por el estado de Illinois leyó el ensayo, llamó a su autora y la invitó a cenar. Le dijo que le gustaría que colaborase con él. Power acompañó a Barack Obama durante buena parte de la carrera que le llevó a la Casa Blanca en 2009 y ahora es la embajadora de Estados Unidos ante la ONU.

El libro de Power acaba con una cita de George Bernard Shaw: “El hombre sensato se adapta al mundo. El insensato persiste en intentar adaptar el mundo a sí mismo. Por eso todo progreso depende del hombre insensato”. Y una apostilla de la autora: “Después de un siglo haciendo tan poco para prevenir, impedir, y castigar el genocidio, los americanos deben unirse y de este modo legitimar las filas de los insensatos”.

Cauto en su política exterior, reacio a meter a EE UU en aventuras bélicas, Obama se ha distanciado en otras ocasiones —la última, hace un año, cuando sopesaba bombardear Siria— de la retórica combativa de su consejera. No quería ser un insensato. Pero tampoco desea figurar en una futura edición de ‘Un problema infernal’ como otro presidente de EE UU, uno más, que cerró los ojos ante un genocidio.

“A principios de esta semana, un iraquí en la región gritó al mundo: 'Nadie viene a ayudarnos’", dijo Obama. “Pues bien, hoy América viene a ayudar”.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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