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Cartas de Cuévano
Tribuna
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Tocar fondo

Se equivoca Zuckerman al cuestionar la existencia del Fondo de Cultura Económica pero también quien ladra en su contra

A menudo me equivoco y por lo mismo, defiendo el derecho de los demás a caer en lo mismo. Tenemos derecho a equivocarnos y exponer ante cualquier oyente los enrevesados argumentos que a menudo soltamos sin ponderación, pero me resulta inadmisible que ante los posibles errores o erratas de alguien surja una baba vehemente por callarlo y condenarlo en exagerado desgarramiento de ropas.

En días pasados, se caldeó el ya de por sí caldero en torno al papel con el que Fondo de Cultura Económica festejaba sus ochenta años de existencia con la inteligente y justificada diatriba-crítica lanzada por Jesús Silva-Herzog Márquez a raíz de la lamentable coreografía organizada y ofrecida por el Fondo de Cultura Económica, como anfitrión de un grupo de periodistas (de entre los cuales, sólo uno lució inteligente y periodista por definición) ante el presidente Peña Nieto, en un set de televisión, maquillaje y escenografía de Palacio Nacional, como escaparate para fardar las recientes reformas estructurales de su gobierno. Silva-Herzog Márquez, luminoso y prudente no se equivocó al formular su opinión y, sí hubo erratas y equivocaciones en la postura y respuesta del Director del Fondo de Cultura Económica. De allí, de esto, surgió la inquietud ingenua aunque oportunista de Leo Zuckermann por ir incluso más allá de la cuestión y cuestionar (valga la redundancia) la existencia misma de la editorial.

Efectivamente, creo que mi amigo Leo Zuckermann se equivocó al extrapolar el caldeado caldero en términos muy cercanos a una suerte de neo-leo-liberalismo que parece el fantasma que ahora recorre México: poner en tela de juicio la calidad total, la optimización algebraica o la mera utilidad de las instituciones que emanaron de la Revolución Mexicana. Sea el maquillaje utópico con el que el presidente Peña Nieto acaba de enterrar a Nacional Financiera (pilar de un Desarrollo estabilizador ya tan lejano que pasta en el páramo de la amnesia, hoy convertido en cenizas) con el ingenuo sustituto utópico de la nueva Financiera Nacional (como si el cambio de nombres y apellidos garantizara la esperanza renovada en el progreso) o bien, sea admitido fracaso del gobierno en su propia administración histórica de Pemex al garantizarnos que ahora, con inversión privada y menos presencia gubernamental, ese elefante del espejo negro de Tezcatlipoca realmente compita y gane todo quinto partido contra cualesquiera de las empresas petroleras extranjeras; sea lo que sea, parecería que el neo-discurso neo-liberal asienta sus activos en la noción de destruir todo pretérito por supuesta caducidad para construir ese futuro que, en realidad, no nos tocará verificar en vida.

Se equivocó Zuckermann al cuestionar la existencia misma del Fondo de Cultura Económica con base a un retrato simplón y más bien anglosajón de la industria editorial contemporánea, al afirmar que la población de mexicanos que leemos somos happy few y al confundir como tiendas de libros (repartidas por no pocas ciudades del país) no más que a las populares cafeterías de Sanborn’s, pero también se equivocaron los que inmediatamente ladraron en su contra, llegando incluso a mancillar la posibilidad de un debate serio con insultos injustificados, insinuaciones personales y calumnias infundadas contra un interlocutor que –aunque quizá equivocado—tiene todo el derecho de hacerlo y de externar su inquietud errada. Que Leo considere ineficiente, injusta o clasista la posibilidad de una política cultural del Estado mexicano y en particular, errática y cuestionable la salud financiera del Fondo de Cultura Económica no debería suscitar la vehemencia revolucionaria (también ingenua y también equivocada) de quienes rápidamente echaron gritos en su contra.

Es extremadamente arriesgado salir a la calle o vociferar de sobremesa una incendiaria defensa del petróleo mexicano como joya intocable del patrimonio de cada una de nuestras familias, cuantimás cuando lo que tenga de noble ese afán se topa con la vergüenza de obviar o dejar impune la corrupta y delincuencial estructura sindical que abreva de esa heroica defensa desde hace décadas y, de igual manera, es extremadamente arriesgado defender a capa y espada, a ciegas y por pura baba de la inferencia cualesquier crítica contra el Fondo de Cultura Económica, pues corremos el riesgo de que la propia casa editorial no niegue en alguna de sus auditorías los errores, despilfarros o erratas que tiene en su haber. Quienes se apresuraron a insultar a Leo Zuckermann quizá tendrían que morderse la lengua al confirmar o descubrir que la casa editorial —si bien merece defenderse, como intento hacerlo a diario como lector y autor de su catálogo— no necesariamente cuenta con un impecable manejo como de relojería en sus cuentas con deudores, proveedores, regalías, sucursales, filiales, librerías, salarios o aguinaldos.

La optimización o alivio que parece insinuar Zuckermann conforma como posible argumento que las razones que hubo hace ochenta años para fundar el FCE ya no tienen vigencia en este México de siglo XXI, en que deberíamos mejor dejar que actúe libremente la mano invisible del capitalismo revitalizado y suponer que somos tan poquitos los que leemos (y todos esos poquitos, con acceso a la bodega invisible de Amazon). Aquí la tautología, tan invisible quizá como la mano de Adam Smith: en realidad, no somos tan poquitos los que leemos en México y si en verdad somos tantos es precisamente gracias a muchos de los libros del catálogo del FCE.

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Por encima de las pérdidas en sus finanzas, las ansias del presupuesto o las posibles ganancias que arrojen sus aciertos, una editorial también justifica su existencia por los libros que conforman su catálogo, por los lectores en ronda de generaciones que dan vida con su lectura a esos libros y sí, por los abuelos que las fundaron. Está claro que han cambiado las razones por las cuales Don Daniel Cosío Villegas ideó crear un auténtico fondo editorial de obras principalmente de temas de economía, escritas o traducidas al español, como una urgencia que respondía a una necesidad impostergable en el México de hace ocho décadas, pero no ha cambiado un ápice el ánimo con el que el propio Don Daniel, y también Alfonso Reyes y tantos nombres y vidas de maestros ejemplares realmente invirtieron trabajo y esperanza en la medida en que el catálogo del FCE se convirtió en pilar de la cultura mexicana moderna, nao de su mejor literatura, nave para viajar a su pretérito y foro de toda discusión o debate nutriente.

Dice bien Zuckermann, al reconocer que el FCE publicó la obra de Max Weber en español, aun antes de que apareciera su traducción al inglés, pero quizá habría que agregar que no poquitos sino muchos lectores (y de ya varias generaciones) nos formamos no solamente en la obra completa de Octavio Paz, no pocos libros de Carlos Fuentes o por lo menos dos de Juan Rulfo, sino a través de un sinfín de títulos de sus diversas colecciones que jamás habrían sido editados por un sello privado, guiado por la mano invisible que ahora llevan en el guante los neoliberales del punto de equilibrio inamovible… nos forjamos como lectores, estudiantes y maestros e incluso muchos nos animamos a buscar publicar bajo el sello del FCE a través de la lectura de no pocos libros de coetáneos aún no clásicos o consagrados y, sí también, convertimos en lectores a nuestros hijos a través de los muchos valiosos títulos de ese mismo FCE, a través de una colección que ni existía cuando nosotros fuimos niños.

Leo libros del Fondo de Cultura Económica desde un ayer que ya ni parece recuerdo, y publiqué mi primer libro en esa casa editorial que me honra con haberme publicado otros tres títulos (hasta ahora). Fui editor de la colección FONDO 2000 —con 150 libritos de pequeño formato, grandes autores, textos jibarizados como para alentar a cualquier lector a la lectura de los libros de donde fueron tomadas las selecciones de los mismos y a precios aún accesibles— que a la fecha sigue abasteciendo la cada vez más creciente demanda de lectores que quizá no tengan presupuesto para comprar libros de las grandes editoriales comerciales (y que quizá ni sepan cómo funciona o cómo abrir una cuenta en Amazon) pero que resuelven su necesidad o antojo de lectura precisamente gracias a que el Fondo de Cultura Económica justifica su existencia paraestatal, con subsidios, con afán o interés por atender a una mayoría ajena, vetada aunque tentada, vejada o menospreciada por los grandes actores privados del mercado editorial.

En el Fondo he conocido a verdaderos hombres de letras que –vivos o ya fantasmas—apuntalan la idea que tengo de México y las razones, memoria e imaginación que justifican creer en ello. Me consta además, que allende las fronteras, el Fondo de Cultura Económica es quizá el ente embajador más digno de nuestra historia, cultura, literatura, ciencias sociales, debate, dudas y afirmaciones: miles de mexicanos en Estados Unidos mantienen en lectura sus lazos con sus respectivas querencias precisamente por no pocos títulos de la casa que al menos permiten leerse en silencio entre tantos ladridos contra su migración y (perdóname la confianza Leo) pero no pocos discípulos-descendientes de Leo Zuckermann (tu abuelo, teórico marxista, de una España que llegó a México con el exilio) leyeron si no todos, muchos de los libros y autores prohibidos por la dictadura de Francisco Franco, gracias a los ejemplares de Fondo de Cultura Económica que se vendían envueltos en papel marrón de estraza, clandestinamente bajo los mostradores en la España que parecía haberse quedado en blanco y negro.

Repito, a menudo me equivoco, pero soy de la idea de que lo que menos necesitamos hoy en día los lectores de México (que en realidad, no somos pocos ni tan poquita cosa) es cuestionar o auditar la justificación de instituciones como el Fondo de Cultura Económica u otras, cuando obviamos el oprobioso presupuesto en publicidad oficial inútil, el despilfarro en triunfalismos gubernamentales falsos, el grosero dispendio burocrático en corbatas de marca y gominas para el pelo, la banalidad de tanta vulgaridad oficial, el imperio de la ignorancia funcional, el lastre de tantas corruptelas y desatadas corrupciones, la ronda de las mentiras y verdades a medias.

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