Supercomisión Juncker
La mitad de las vicepresidencias irán a recientes exjefes de Gobierno La nueva Comisión puede ser la más política desde la era de Delors
Con la nominación de las candidatas belga y polaca a comisarias europeas entramos en la recta final de la renovación de las instituciones de la Unión. A falta de la atribución definitiva de carteras y del examen parlamentario de los candidatos, se perfila una Comisión Europea con un peso político nada desdeñable. Jean-Claude Juncker, su presidente, salió reforzado de la tortuosa saga que empezó con la designación de candidatos por las familias políticas europeas y concluyó con su nominación por el Consejo, por encima de dudas e, incluso, del veto británico. Ante el Parlamento, crecido tras ganarles el pulso a los gobiernos, y el Consejo, que ha aumentado desmesuradamente su poder en la crisis, Juncker necesitará un equipo de primera para colocar de nuevo a la Comisión en el centro de los equilibrios institucionales.
La Comisión tendrá seis vicepresidentes, supercomisarios en jerga de Bruselas, con funciones de coordinación de otros comisarios. Entre los cuatro países grandes, sólo Italia tendría supercomisaria, la Alta Representante para la Política Exterior y de Seguridad, Federica Mogherini. La mitad de las vicepresidencias, si no hay sorpresas, irían a recientes exjefes de Gobierno (de Estonia, Letonia y Eslovenia) y las dos restantes, a Polonia, cuyo primer ministro deja el cargo para ocupar la presidencia del Consejo, y su viceprimera ministra hace lo mismo para entrar en la Comisión, y a Países Bajos.
Jyrki Katainen, hasta ahora primer ministro de Finlandia, vería recompensado su salto a la Comisión con la cartera de Asuntos Económicos y Monetarios. De este modo, Juncker sitúa a las figuras de mayor calado político en lugares preeminentes, sin reparar en equilibrios territoriales y dejando en posiciones marginales a países importantes como Francia y Reino Unido.
La Comisión Juncker podría ser la más política desde Delors. Con lo más parecido a un mandato popular europeo, una amplia mayoría en el Parlamento, vasta experiencia personal con el Consejo Europeo, y acompañado por comisarios de cierta talla política, Juncker está armando un equipo con ese potencial.
Sin embargo, la Europa de 2014 no es la de 1985. Un liderazgo activo de la Comisión es probablemente imprescindible para completar la arquitectura del euro, impulsar un programa de reactivación económica o afrontar el desafío democrático en Hungría. Pero la Comisión se ha revelado también como parte fundamental del déficit democrático europeo con su aproximación tecnocrática de sesgo ideológico, su proximidad a los grandes intereses corporativos, el secretismo en las negociaciones comerciales o su presteza en descalificar a sus críticos. Vilipendiada por los eurófobos, la Comisión ha desarrollado un malsano mecanismo defensivo que le impide asumir errores. Juncker puede crear una Supercomisión, pero una nueva época dorada de la Comisión sólo puede llegar en la medida en que admita y corrija su responsabilidad institucional por el deplorable estado de la integración europea.
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