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Columna
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Para el Estado somos todos delincuentes

Brasil ha avanzado en conciencia ciudadana y hasta en riqueza económica, pero ha retrocedido en el respeto por la vida de las personas

Juan Arias

Llevo muchos años en este país que amo, sobre todo a sus gentes. Muchas cosas han cambiado desde que aterricé por primera vez en Río, donde aún se podía caminar por la calle y viajar en autobús sin tener que estar alerta por miedo a ser víctima de la violencia ciudadana. Lo mismo ocurría en São Paulo.

Brasil ha avanzado en conciencia ciudadana y hasta en riqueza económica, aunque la de unos pocos siga creciendo cada vez más que la de los muchos. Hay, sin embargo algo en que Brasil no solo no ha avanzado sino que ha retrocedido: por ejemplo, en lo que concierne el respeto por la vida de las personas.

Me pregunto tantas veces, con dolor y hasta con rabia, por qué la vida de la gente vale tan poco y es aplastada cada día como se aplasta una cucaracha. Ese poco aprecio por ella hace que nuestra policía, eternamente mal pagada y peor preparada, con licencia siempre para matar, sea cada día más truculenta y corrupta.

Cuando la vida de un ser humano deja de tener valor supremo, todos acabamos siendo carne de cañón. Nuestra vida entra en liquidación, pierde su valor y dignidad

Me lo he vuelto a preguntar leyendo el sangrante reportaje de mi colega María Martín en este diario sobre el disparo de un policía a la cabeza de un joven vendedor ambulante, que acabó sin vida en el asfalto de una calle de la próspera São Paulo.

Ese agente que disparó sin compasión al ambulante, como se dispara a un conejo en el campo, ¿no pensó que aquel joven vendía sus cosas en la calle porque quizás no tuvo la posibilidad de hacer algo mejor en la vida? ¿Que podía haber sido un hijo o hermano suyo? ¿Que también él tenía sueños y ganas de seguir disfrutando de la vida?

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Viendo aquellas imágenes recogidas en el lugar del crimen por nuestra reportera el estómago me dio un vuelco de disgusto, y la mente, de indignación, mientras pensaba que esos policías en vez de brindarnos un sentido de seguridad y protección nos infunden cada día más miedo.

Pensé en que también nuestra clase media ayuda a los guardianes del orden a disparar el gatillo de la pistola sin tantos remordimientos. Hemos sido nosotros los que hemos acuñado la terrible frase de que “el mejor bandido es el bandido muerto”. ¿Y el respeto por la vida? “Es que ellos tampoco respetan la nuestra”, se objeta. Pero ello implica la concepción de que el Estado existe no para defendernos sin necesidad de matar, sino para “ejecutar”, y si es con tortura, mejor. Y que todos acabamos siendo víctimas potenciales de esa locura.

Hay países, como Estados Unidos, donde si un policía puede capturar a un criminal sin quitarle la vida y se demuestra que no lo ha hecho porque le era más fácil rematarlo, acaba siendo duramente castigado.

Es un problema de escala de valores. Cuando la vida de un ser humano, criminal o santo, deja de tener valor supremo, todos acabamos siendo carne de cañón. Nuestra vida entra en liquidación, pierde su valor y dignidad.

Todo ello, en Brasil, aparece más evidente por el hecho de que Estado trata a los ciudadanos no como posibles personas honradas sino como potenciales delincuentes. En otros países, para el Estado, el ciudadano goza del presupuesto de que es un individuo de bien, que no miente, que no engaña, que no busca por principio burlar la ley. Y es el Estado, si acaso, el que debe demostrar que eso no es así, que ese ciudadano es un delincuente y embaucador y solo entonces debe ser castigado.

¿Han visto cómo somos tratados en Brasil los ciudadanos cuando necesitamos comprar algo, cuando entramos en una notaría? Todo papel es poco para demostrar que no somos sinvergüenzas, mentirosos, embaucadores. Nos piden certificados y más certificados firmas y más firmas, reconocimiento de dicha firma, más aún, comprobación con presencia física de que esa firma es auténtica.

Una vez que compré un pequeño inmueble en Madrid todo duró 20 minutos ante un notario. Firmamos el contrato de compra y venta. El propietario me entregó la escritura y las llaves y yo el cheque de la compra. En Brasil nos habíamos preguntado ¿Y si el inmueble estaba vendido dos veces? ¿Y si los dos nos estábamos engañando? ¿Y, y, y, y….¡cuántos y, cuánto miedo de que en el fondo seamos de verdad unos delincuentes que solo queremos engañar!

Esa posibilidad de que podamos estar estafando siempre se debe a que todos somos ante las autoridades, ante la policía, ante el Estado, delincuentes en potencia. Como me dijo un amigo, para mi espanto: “Es que los brasileños en el fondo lo somos todos un poco. Si podemos engañar, lo hacemos”.

No me lo creo. Siempre pensé que hasta en las sociedades más violentas y atrasadas son infinitamente más numerosas las personas de bien, honradas, que no desean engañar, que los gamberros. De lo contrario el mundo sería desde hace tiempo un infierno.

¿Lo es en Brasil? Mientras se siga pensando y actuando como si la vida humana tuviera menos valor que la de un gusano y nadie se escandalice cuando es sacrificada con violencia y sin remordimientos (a veces por una insignificancia) quizás tengamos que reconocer que ese infierno existe también aquí. Nos lo recuerdan las más de 50.000 vidas, casi todas ellas de jóvenes negros, pobres casi en su totalidad, que acaban asesinadas cada año. Más que en todas las guerras en curso en el planeta.

Cada vez que un policía acaba con la vida de una persona en la calle, a veces por una nimiedad, se seguirá alimentando, por la otra parte -la de los ciudadanos y de los mismos delincuentes- una cadena infernal de deseo de venganza que seguirá aplastándonos y humillándonos.

¿Hasta cuándo? ¿Despertará alguna vez este país de tantas maravillas, de tantas gentes estupendas (con ganas de vivir en paz, sin ser tratadas como si fueran todos bandidos) o seguirá dejando detrás de sí cada día tristes regueros de sangre y de miedo ante la impasibilidad o impotencia del Estado?

La respuesta nos la debemos dar cada uno de nosotros. Quizás también a la hora de colocar nuestro voto en la urna y de exigir cuentas a los responsables.

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