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Cartas de Cuevano
Tribuna
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Sombra de Onetti

Su intacta lucidez y ese inevitable sabor de desengaño ante la vida, entrelazado con el puro amor por la vida misma

Uno evoca recuerdos ajenos como si la memoria pudiera clonar lo vivido por otro y, a veces, uno recorre ciudades casi olvidadas con la certeza de que ha de encontrarse consigo mismo, hace años, en una dimensión tan incomprensible que no somos capaces de recordar el hoy en que nos hemos de ver en un ayer. En alguno de sus muchos textos luminosos, Antonio Muñoz Molina narra la mañana única, idéntica, en que visitó el piso de la avenida de América donde vivió y murió Juan Carlos Onetti. “Cuando se ha vivido muchos años en la misma ciudad uno tiene a veces la sensación de cruzarse con una versión muy anterior de sí mismo, un fantasma al que le costaría trabajo reconocer si de verdad pudiera verlo”, dice Muñoz Molina de aquella mañana en que parece hoy mismo cruzar el invisible telón del tiempo, en medio del tráfico idéntico que va y viene del aeropuerto de Barajas, que entra y sale de Madrid como sístole y diástole de un espacio impalpable. El día anterior, Muñoz Molina había participado en un homenaje a Adolfo Bioy Casares, hoy que cumple cien años de haber nacido, sin saber que al cumplirse los veinte años desde que murió Onetti intento con estas palabras una fotografía que hable de gratitudes y amistad.

No somos pocos los que podemos suscribir que Onetti, junto Bioy Casares y Jorge Luis Borges fueron maestros de una literatura como contagio, tatuada en las propias ansias por escribir sin necesariamente saber si se llegarían a publicar los atrevimientos propios y sin imaginar que en la acera sombreada de la Gran Vía va uno mismo, con la melena al aire, la barba sin canas y todos los libros por delante. De este lado, sobre el Paseo de la Reforma, quizá camino hoy más lento, con la mirada distraída en parejas que sí parecen conocerse desde siempre y releo los párrafos donde Muñoz Molina resume que en Bioy aprendimos “la delicadeza irónica, en Onetti el desgarro, la pura poesía de contar lo que de tan doloroso o tan arrebatador casi no puede ser contado” y entonces toda la gente que cabe en un yo se identifica plenamente con el recuerdo del recuerdo ajeno: un escritor que siente una deuda de gratitud con otro escritor que lo ha citado en su casa, de donde no sale nunca porque sigue allí, fumando hasta volver amarillas las yemas de los dedos, sonriente con un solo y único diente perfecto (pues, como decía el propio Onetti, “la dentadura se la alquilo a Vargas Llosa”), apoyado sobre un hombro sobre la cama que casi nunca abandona, vestido con un pijama azul purísima y un vaso de whisky barato que flota entre lo que queda de hielos que así pasen los años parecen no derretirse jamás.

Yo también –como Onetti—pasé horas deshojando novelas policiacas como quien resuelve crucigramas o panales de casilleros autodefinidos y llegué a robar en librerías de Madrid y de Coyoacán –tal como Muñoz Molina—más de un libro de Onetti por falta de presupuesto. Al igual que ambos, podría haber afirmado de joven lo que ahora sostengo más viejo: que si Faulkner o Nabokov, que si Bioy es más que Morel y su otra obra maestra se llama a la fecha El sueño de los héroes y quejarme de los obispos de la Iglesia que se meten con la felicidad sexual de la gente. Durante aquella mañana en Madrid podría haber confirmado en Onetti la intacta lucidez y ese inevitable sabor de desengaño ante la vida, entrelazado con el puro amor por la vida misma y sí, “una propensión a la tristeza sin alivio y al mismo tiempo a una ternura pudorosa y sin límite”.

Apoyado sobre un hombro sobre la cama que casi nunca abandona, vestido con un pijama azul purísima y un vaso de whisky barato

Por acá la banqueta de Reforma clarea de madrugada con la Luna, mientras que allá veo de lejos al joven que intenta presenciar aquel encuentro bajo un Sol radiante sobre la avenida de América. Sólo me queda imaginar, porque el propio recuerdo parece haberse vuelto amnesia, que quizá aprovecharía la confianza en ese ayer para recitar en silencio cuatro títulos de sus novelas (La vida breve, El astillero, Dejemos hablar al viento y Cuando ya no importe), cuatro títulos de sus libros de cuentos (El infierno tan temido, Los rostros del amor, Tan triste como ella y La cara de la desgracia) y quizá intentaría intercalar en su charla mi admiración por su Réquiem por Faulkner y otros artículos o ensayos y quizá incluso arrancarle algún comentario ante la anécdota dolorosa de ser Onetti el único escritor (al menos, el único del que se sepa) que fue encarcelado por la dictadura de Juan María Bordaberry por haber sido jurado en un concurso de cuentos y entonces, los tres allí al borde de la cama donde sigue leyendo novelas interminables, fumando sobre whisky en pijama, hablaríamos con afecto de Félix Grande y de cómo desde la dirección de Cuadernos Hispanoamericanos juntó cientos de firmas para lograr la liberación de Onetti de un psiquiátrico uruguayo donde lo habían encerrado por evaluar cuentos en un concurso. De allí, su exilio en Madrid “retirado legendariamente en aquella casa en la que yo iba a visitarlo, como en un exilio en interior de otro exilio, sin levantarse de la cama, fumando y sorbiendo whisky y leyendo novelas de misterio”.

El joven que fui no hubiese renegado de un vaso bajo de whisky de malta, mientras la saliva de esta madrugada apenas aguanta el café ya sin azúcar, pero el mareo instantáneo es el mismo que sintieron esos dos escritores en un encuentro al que en realidad no asistí aunque tanta lectura me engañe con la ilusión de haber sido testigo de los recuerdos ajenos que uno intenta clonar como propios por pura gracia de la inmensa gratitud que les debo a sus obras y porque jamás he de olvidar que Juan Carlos Onetti se despidió de Antonio Muñoz Molina, con esa mano débil que parecía desmayarse en la muñeca, apenas capaz de alargar los flacos dedos ocres, diciéndole “Es lindo sentirse amigo”.

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