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Bangui, sepultada entre violencia sectaria y hastío contra la ONU

Una decena de muertos, entre ellos un casco azul, en los peores enfrentamientos desde que se desplegó Naciones Unidas en la República Centroafricana

Un arresto en Bangui, la semana pasada.
Un arresto en Bangui, la semana pasada.Pacome pabajdji (AFP)

Las barricadas, los tiroteos y el sonido de las armas han vuelto a sepultar la pequeña capital centroafricana a orillas del río Ubangui, Bangui. Los disturbios de esta semana se han cobrado una decena de muertos, entre ellos casco azul, el primero que fallece en la ola de violencia en la que está sumido el país. Su capital, quebrada desde diciembre, se ha acostumbrado a los linchamientos intercomunitarios en los últimos meses. Suceden a menudo: un individuo es identificado como enemigo por un grupo de civiles o milicianos, se le intercepta, el grupo lo golpea con lo que tiene más a mano y, en ocasiones, lo quema. Y la incapacidad de las fuerzas internacionales para controlar esta vorágine convulsiona a los impotentes ciudadanos. Eso es lo que encendió la última ola de violencia en República Centroafricana.

A principios de semana un excombatiente Séleka –la milicia de mayoría musulmana– fue asaltado y asesinado cuando iba a despedirse de sus familiares. Iba a ser movilizado y, antes de ser trasladado al interior del país, decidió correr el riesgo de llegar hasta PK5, el único barrio musulmán que queda en Bangui, para visitar a sus parientes. En ruta los milicianos antibalakale le reconocieron como enemigo. Le lincharon. Y lo quemaron. Fue otra víctima de las matanzas que la presencia de fuerzas extranjeras no logra sofocar.

A la rabia, le siguió venganza y un grupo de musulmanes respondió con otro asesinato. Otro linchamiento. Ojo por ojo. Pero la mayoría de la comunidad no cogió las armas sino la calle y dirigió su ira contra la comunidad internacional y la misión de paz. “¿Para qué sirven las fuerzas internacionales?” chillan indignados por teléfono desde el cercado barrio de PK5. “¿No han venido a asegurar la paz?”. La minoritaria comunidad musulmana, que no puede circular por Bangui porque se arriesga a que los antibalaka les capturen para matarles, encolerizada, llevó el cuerpo carbonizado del excombatiente hasta un campo de Naciones Unidas. Acusan a la misión de estabilización de la ONU de pasividad, e incluso de alimentar el conflicto.

También los antibalaka han situado a los cascos azules en el punto de mira. Acumulan las críticas, además, de la población no musulmana –mayoría en el país y la ciudad–. Esta semana, miles de jóvenes, mujeres y hombres civiles salieron a la calle para escupir su hastío a las fuerzas de paz desplegadas en el país. También se movilizaron los antibalaka. Y Bangui sucumbió a la violencia: la pista del aeropuerto fue ocupada por jóvenes, una patrulla de ONU fue atacada, se sembró de barricadas toda la ciudad; hubo tiroteos y detonaciones. Los disturbios se saldaron con una decena de muertos, entre ellos un casco azul, el primero abatido en República Centroafricana. En Bambari, la capital rebelde, también ha habido ataques contra las fuerzas internacionales –las tropas francesas de la Sangaris, los cascos azules de la ONU y las fuerzas europeas de la EUFOR– desplegadas en la zona.

Hace un año y medio que la República Centroafricana empezó su descenso al conflicto. Paulatinamente, una rebelión pasó a golpe de Estado y la posterior liberación se convirtió en guerra. Llegaron entonces las matanzas intercomunitarias. Aunque la religión no está en el origen del conflicto, las comunidades han quedado divididas. Ha habido más de 5.000 muertos.

Y entre todos los temores destaca el que genera la persecución de la minoría musulmana, ahora relegada y expulsada de muchas partes de un país que se está convirtiendo en un vivero potencial para los extremistas. Como pasó en Somalia, en el Sahel, o en la cercana Nigeria, a los radicales les es fácil beber de los que han sido castigados, humillados y despojados de opciones.

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