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Deconstrucción del sueño

La pérdida de población fuerza a las ciudades del viejo corazón industrial de EE UU a destruir viviendas vacías

Youngstown (Ohio) es una ciudad de comercios abandonados y casas vacías: en las últimas décadas ha perdido más de la mitad de la población
Youngstown (Ohio) es una ciudad de comercios abandonados y casas vacías: en las últimas décadas ha perdido más de la mitad de la poblaciónguillermo cervera

La grúa devora la casa a dentelladas. Golpea las paredes, el tejado, la chimenea. En unos minutos todo habrá terminado. Sólo quedarán los escombros.

“Meses para construirla y media hora para derribarla”, dice Rick Whetstone, miembro del equipo de demoliciones del Ayuntamiento de Youngstown, vieja capital siderúrgica en la cuenca del río Mahoning, en el estado de Ohio.

En los años del esplendor, los altos hornos de Youngstown producían acero 24 horas al día y componían un paisaje de “chimeneas alzándose como los brazos de Dios, hacia un magnífico cielo de hollín y barro”, como cantó Bruce Springsteen en la balada Youngstown. Desde entonces ha perdido más de la mitad de la población. Hace cuarenta años, en vísperas de la desindustrialización, tenía 140.000 habitantes. Ahora tiene poco más de 60.000. Y un problema: miles de casas vacías y abandonadas a las que jamás nadie regresará.

Youngstown es el corazón del rust belt, el cinturón de la herrumbre, la región que se extiende de Pensilvania a Minnesota y que es lo más parecido en Estados Unidos a la cuenca del Ruhr alemana. Son lugares con una mitología particular: el orgullo blue collar, de clase obrera, que Springsteen refleja en sus himnos. Hay una mitología de Detroit y el automóvil como la hay de Youngstown y el acero.

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Estas ciudades fueron el “arsenal de la democracia”, según la expresión que el presidente Franklin Roosevelt usó en diciembre de 1940, 22 días después del ataque japonés a Pearl Harbor. Aquí se fabricaron las armas, los aviones, los barcos que derrotaron a Hitler. Aquí, después de la Segunda Guerra Mundial, se creó la vasta clase media —la casita con jardín, el salario digno, el acceso de los hijos a la mejor educación: el sueño americano— que empezó a desintegrarse precisamente en los años setenta, con el inicio del cierre en cadena de las plantas acereras. Porque el orgullo de ciudades como Youngstown —la excelencia en un único sector— fue su condena: cuando, por la competición extranjera o por las políticas públicas, este sector entró en declive, la ciudad carecía de alternativa.

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El primer golpe, para Youngstown, ocurrió el 19 de septiembre de 1977, cuando se anunció el cierre de Sheet and Tube‘s Campbell Works, la mayor planta de la cuenca del Mahoning. “En Youngstown, ese día acabó conociéndose como el lunes negro. Nadie lo vio venir”, escribe el periodista George Packer en The unwinding, un libro publicado en 2013 que aborda el declive de la clase media y la desigualdad creciente. “En los meses siguientes 5.000 trabajadores perderían el empleo”, explican Sherry Lee Linkon y John Russo, de la Universidad Estatal de Youngstown, en el ensayo Steeltown U.S.A. “En cinco años, más de 50.000 personas acabarían desplazadas por los cierres de plantas acereras en el área de Youngstown y Warren”.

Las chimeneas ya no echan humo. Gasolineras y centros comerciales en ruinas flanquean las avenidas que llevan al centro. Youngstown es un puzzle de casas todavía habitadas, casas deshabitadas y huecos verdes, donde una vez hubo una casa que fue derribada. Esta es una ciudad de ausencias.

En su despacho del Ayuntamiento, el alcalde, John McNally, evoca aquel invierno de 1977. “Recuerdo que mis padres me explicaron que muchos amigos míos quizá no tendrían unas grandes Navidades aquel año porque alguien de su familia, un padre, una madre, se había quedado sin trabajo. Lo recuerdo bien”, dice.

El lunes negro y sus consecuencias —la fuga de la población, el deterioro urbano, el cierre de escuelas, las casas vacías— define cada una de las acciones del alcalde. “El 40% o 50% de las llamadas que recibimos son preguntas del estilo: ‘¿Cuándo se derribará esta casa?”

A una manzana del Ayuntamiento, Phil Kidd —activista vecinal, propietario de un comercio con merchandising local y resistente que sigue creyendo en la ciudad— compara el abandono de las casas con un cáncer. Una casa vacía atrae las ratas y aumenta el riesgo de incendio. A veces se convierten en refugio de negocios ilícitos. “Cuando una casa queda vacía en una calle, devalúa las otras”, dice Kidd. Por eso los vecinos suelen ser los primeros interesados en que se derriben.

En 1990, había en Youngstown 3.763 viviendas vacías; en 2010 era 6.289, un 19% del total, según un informe del laboratorio de ideas Brookings Institution. A la desindustrialización se sumó un segundo choque: la gran recesión de 2008, que se originó en una burbuja inmobiliaria, y provocó una marea de desahucios que engrosó el inventario de viviendas vacías. “Entre 2000 y 2010, el número total de unidades de vivienda vacía en Estados Unidos creció en más de 4,5 millones, un aumento de 44%”, se lee en el citado informe.

El fenómeno no es único de Youngstown: ocurre en Detroit, en Cleveland, en Baltimore. Ni siquiera es único de EE UU: los paisajes del cinturón de la herrumbre recuerdan a los de la Alemania del Este o el bloque soviético, bastiones industriales que, con la caída del comunismo, tuvieron que echar el cierre y perdieron población.

Hace unos años, las grúas desmontaban bloque a bloque edificios de pisos en lugares como Hoyerswerda, antigua ciudad modelo del socialismo de la República Democrática Alemana. El método es distinto en Youngstown, ciudad modelo del capitalismo industrial del siglo XX. Entre otros motivos, porque aquí la mayoría de viviendas son unifamiliares y hay pocos edificios de pisos.

Sale más barato sacar la grúa. Y esto hacen Tom Sakmar —Míster Derribos en Youngstown— y su equipo, que incluye a Pat Menanock, el operario de la grúa, y a Rick Whetstone, que conduce el camión que se llevará los restos. Frente a una casa en la calle East High, en el East Side de Youngstown, Sakmar enseña una libreta con sus deberes para las próximas semanas: 21 casas.

Florence Blackshear, una mujer de 77 años, mira desde la puerta de su vivienda cómo la grúa lanza las últimas dentelladas contra la casa vecina. Cuenta que allí habían vivido drogadictos y que una vez hubo un incendio.

“Me alegro de que caiga”, dice Blackshear.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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