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Columna
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El poder que volvió al pueblo

De la noche a la mañana, poetas y filósofos, que habían sufrido la represión y purgado años de cárcel, se convirtieron en presidentes y ministros

Fue un derrumbe repentino que nadie esperaba que se produjera así, tan fácil, porque los imperios no suelen abandonar su dominio de forma rápida y pacífica. A comienzos de 1989, los partidos comunistas de esos países del centro y del este de Europa controlaban los medios de comunicación, el sistema judicial, el ejército y la policía secreta. En unos meses, esos partidos abdicaron, sin necesidad de que nadie los destruyera, un proceso de reforma y revolución incruento, salvo en Rumania y Yugoslavia.

De la noche a la mañana, poetas y filósofos, que habían sufrido la represión y purgado años de cárcel, se convirtieron en presidentes y ministros. Había muchas cosas que cambiar y contar, pero la caída del muro de Berlín, hace ahora veinticinco años, simbolizó todas ellas, el fracaso del socialismo llamado real, y precipitó el desplome de los restantes Gobiernos y partidos comunistas. Todo ocurrió además a la vista de millones de personas, como ejemplo para quienes todavía no se atrevían a hacer lo mismo, porque fue la primera revolución televisada de la historia.

Para la Unión Soviética, que había reprimido siempre los disturbios, disidencias e insurrecciones, Europa del Este era, a finales de los años ochenta, una carga económica y había dejado de ser una necesidad estratégica. Su ejército, como había aclarado varias veces Gorbachov, en el poder desde marzo de 1985, no iba a repetir la desastrosa experiencia de Afganistán y no utilizaría la fuerza contra “el derecho soberano de cada pueblo a decidir su propio sistema social”. Y si Moscú no usaba sus tropas, los ejércitos nacionales de esos países ya habían demostrado en varias ocasiones su escasa disposición a reprimir.

Las cosas habían cambiado. El alto coste de la carrera de armamentos frente a Estados Unidos había dañado de forma irreparable la economía soviética. La crisis económica, la caída de salarios y el deterioro de las condiciones de vida en esos países, sometidos a una rigidez que les impedía avanzar en la nueva era de la tecnología, hizo sufrir a la mayoría de los ciudadanos y deslegitimó a un sistema que prometía abundancia y riqueza.

Esos ciudadanos veían además los grandes avances de Occidente, a un palmo de terreno, y cada vez viajaban y se movían más. Y se abrió un abismo entre las generaciones más jóvenes y viejos dirigentes en el poder. Porque fueron los más jóvenes quienes salieron a las calles y celebraron con más júbilo la caída del imperio. No era sólo un ansia de cambio en la política y en la economía, sino también en la historia, en la revisión del pasado y de las mentiras de la propaganda oficial.

El día de año nuevo de 1990, el dramaturgo Václac Havel, que había sido elegido presidente de Checoslovaquia tres días antes, se lo dijo a la multitud que se concentraba en los alrededores del castillo de Praga: “Pueblo, el Gobierno ha vuelto a vuestras manos”.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza y Profesor Visitante en la Central European University de Budapest.

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