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Columna
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¿Lula ha vuelto?

¿Aceptará Dilma Rousseff esta vez ser el Juan Bautista, precursor de la llegada del nuevo Mesías anunciado por los profetas?

Juan Arias

El eslogan “Volta Lula” se apagó con las elecciones. No volvió. Si fue porque él no quiso o porque no le dejó volver Dilma Rousseff, no importa. Rousseff volvió a ser la presidenta, pero Lula da Silva también ha vuelto y está más activo que nunca hasta en la formación del nuevo Gobierno, por lo menos en sus ministerios claves.

Con pocas cosas se ha especulado tanto en política como con las relaciones en los últimos cuatro años entre Rousseff y su creador. Una cosa es cierta: el expresidente no parece feliz, según sus colaboradores más cercanos, con tantas noticias negativas tanto en la economía como en las relaciones entre el Gobierno y el Congreso; entre la presidenta y los empresarios, entre ella y los aliados, sobre todo con el centrista PMDB. Y con la imagen negativa que, justa o injustamente, su partido proyecta para la mitad de la sociedad.

Conocido el estilo de Lula de hacer política, pragmático, negociador y no ideológico, y su capacidad de metamorfosis para adaptarse a las circunstancias (como él mismo destacó de su carácter) es lógico que a veces choque con el estilo bien diferente de su criatura, menos contemporanizador, más directo, a veces hasta duro y exigente y sin demasiados espacio ni ganas para excesivas negociaciones. Y más ideológico. Rousseff es de izquierdas. Lula es, simplemente, sindicalista.

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Existe en los medios políticos mucha curiosidad por conocer hasta que punto Lula será capaz de convencer a Rousseff de aceptar un nuevo camino de ruta trazado por él para hacer frente a la crisis económica que atenaza al país.

Lo sabremos pronto. El mejor espejo será el nombramiento del nuevo ministro de Economía. ¿Será alguien a imagen y semejanza de ella a quién deberá someterse le guste o no, o llevará el cuño de Lula, más liberal e independiente, más parecido al que habría elegido la oposición de haber ganado las elecciones? Es importante, porque las decisiones más importantes que deberá tomar el nuevo Gobierno serán en materia de economía y podrían, con cortes inevitables de gastos y subida de servicios públicos, perjudicar momentáneamente los intereses de las clases más necesitadas.

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¿Conseguirá además Lula convencer al PMDB para que no abandone el barco de Rousseff? Tal y como están hoy las cosas, todo hace pensar que solo él lo conseguiría.

¿Y el PT? Ahí Lula deberá poner en acción lo mejor de su estilo conciliador porque en su partido las aguas están también alborotadas. Hay quien quiere arrastrar al partido hacia la izquierda para poder prescindir lo antes posible del PMDB, visto como más de derechas de lo que quizás sea en realidad. ¿Alguna vez, acaso, ese partido ha embestido contra la libertad de prensa?

¿Será ese deseo del PT de girar a la izquierda, la táctica de Lula (que siempre se sintió muy a gusto incluso con sus aliados más conservadores)?

Sería mejor empezar a aceptar que Lula ya ha vuelto y que ya es candidato para 2018. Mejor para Rousseff, que, no teniendo ya que preocuparse por asegurarse la reelección, tampoco necesita diferenciarse tanto de la política de Lula (que como todos saben, de un modo u otro, seguirá siendo influyente, por el simple hecho que el PT es él. Guste o no). Vuelve el antiguo dicho de que Lula no existiría sin el PT así como este tampoco sería nada sin Lula. Menos aún, contra él.

De Dilma Rousseff ya se sabe que no nació en el partido del exsindicalista, que nunca tuvo cargo ni influencia en él sino por el hecho de haber sido la candidata elegida. Por Lula, más que por el partido. De ahí que se llegara a hablar del dilmismo en contraposición al lulismo. Ella acaba de decir: “Yo no soy el PT”, y es cierto.

La política del PT está en un laberinto. Quiere permanecer en el poder por lo menos otros 12 años para cumplir un ciclo de un cuarto de siglo de Gobierno popular. ¿Lo conseguirá sin Lula o contra él? ¿Tiene hoy el PT algún candidato, además de Lula, capaz de hacerle seguir en el poder? Hoy ya no funcionan ni los candidatos propuestos por el expresidente. ¿Seguirá, además, creciendo y afirmándose la nueva oposición en los próximos cuatro años? ¿Y alguien es capaz de profetizar el papel, quizás fundamental, de las redes sociales en la futura política del país? ¿Será capaz Rousseff de domesticarlas, como parece ser su proyecto?

Lula ya ha manifestado deseos de darle un revolcón al partido. No ha podido dejar de ver que, al revés del éxito que esperaba en el nuevo Congreso, el PT ha llegado disminuido y con menos fuerza. Sabe que el PT ya no entusiasma demasiado a los jóvenes y que a los llamados movimientos sociales les cuesta arrastrar a sus gentes a la calle, que empieza a ser ocupada también por las clases medias, menos simpatizantes con el PT. Le pesan los escándalos de corrupción, o como ya ha afirmado el mismo Lula el haberse convertido en un partido “como los demás”, mientras él lo había concebido diferente, más ético.

Lo más urgente hoy para Lula es devolver al PT su fuerza perdida, fuerza que según él se manifiesta sobre todo en la calle, no en las elaboraciones de laboratorio.

Un alto personaje político me asegura que el PT ya “ha perdido su virginidad”, mientras que la oposición afirma que Brasil “le ha perdido el miedo al PT” ¿Qué significa?

Lula tendrá que actuar en dos frentes que no puede separar: primero, asegurar que Dilma Rousseff llegue no demasiado mal situada dentro de cuatro años, en su viaje por las aguas agitadas de la crisis que caracterizará a su segundo mandato, para que a él le sea más fácil su última aventura electoral en 2018. Segundo, intervenir en el PT para que ello sea posible.

Y, claro, contar, por fin, con la benevolencia de su criatura, hoy con el poder presidencial en sus manos. ¿Aceptará ella ejercer el papel del precursor Juan Bautista, para preparar el camino al Mesías anunciado por los profetas? Difícil hoy acertar. Brasil parece estar a la búsqueda de una nueva identidad. Según el sociólogo francés Michel Maffesoli, en su entrevista de hoy al diario O Globo, se trataría de un país que, quizás sin saberlo, “está ya entrando por la senda de la posmodernidad”.

¿Lo saben los políticos o prefieren no creérselo, deseosos de que todo siga igual?

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