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Tribuna
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Tribunales incómodos

Malos tiempos para los principios universales que consagran los derechos humanos

Con pocas semanas de diferencia, los dos sistemas regionales de protección de derechos humanos más consolidados, el interamericano y el europeo, han recibido sendos golpes. En un lado del Atlántico, la República Dominicana se situó la semana pasada a un paso de abandonar la Corte Interamericana. En el otro, el Partido Conservador británico anunció en septiembre su intención de sacar a Reino Unido del sistema europeo en caso de vencer en las elecciones de 2015.

El Tribunal Constitucional dominicano fue quien abrió la puerta de salida a la República Dominicana, como reacción al fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra una sentencia suya que retiraba la nacionalidad a cientos de miles de dominicanos de origen haitiano. República Dominicana no sería el primer país en abandonar la Corte: Trinidad y Tobago se retiró en 1999 para seguir aplicando la pena de muerte, el Perú de Fujimori amagó con hacerlo y Venezuela salió hace un año, tras las denuncias de Hugo Chávez de la politización del sistema “al servicio del imperio”. La retirada dominicana desmentiría esa acusación —el Gobierno de Santo Domingo no es de orientación bolivariana—, pero contribuiría al precedente nefasto de dejar el sistema cuando las decisiones de la Corte no convienen al Gobierno de turno.

Muchos Gobiernos europeos occidentales hacen aspavientos ante sentencias del Tribunal de Estrasburgo —véanse recientemente las reacciones de España ante la anulación de la doctrina Parot, de Grecia ante la obligación de abrir las uniones civiles a parejas del mismo sexo, o de Francia al mandato de registrar a nacidos por gestación subrogada— sin más consecuencias.

Pero si los tories sacasen a Reino Unido, todo el sistema basado en la Convención Europea de los Derechos Humanos podría quedar seriamente tocado. Al este del continente, en lugares como Rusia y Azerbaiyán, los Gobiernos ansían quitarse de encima una de las pocas cortapisas a su poder creciente; la retirada de la vieja y respetada democracia británica sería la excusa perfecta bien para emprender el mismo camino, bien para acabar de ignorar del todo tanto la Convención como al tribunal.

Los ciudadanos de la mayoría de Estados de Europa y de América Latina y el Caribe, y los de siete naciones africanas, pueden acudir directamente a un tribunal internacional cuando las instituciones de su país no garantizan los derechos humanos. Se trata de un logro extraordinario que pone a las personas por encima de la soberanía. Pero este derecho está cada vez más en entredicho: corren malos tiempos para los principios universales. Sentimiento mayoritario, razón de Estado y soberanía nacional son los argumentos esgrimidos para socavar el trabajo de unas cortes que, para hacer bien su cometido, no pueden ser sino incómodas para el poder. De seguir esta tendencia, cuando las sociedades reaccionen en defensa de los tribunales de derechos humanos puede que los Estados les hayan ganado ya la partida.

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