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Tribuna
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Amapolas

En el Estado mexicano de Guerrero proliferan ricos campos de amapolas, el manantial del verdadero negocio del crimen organizado

No es lo mismo dejarse la barba que dejar de afeitarse. Quien se deja la barba procura podarla, darle línea y formas en una suerte de declaración de vida renovada, mientras quien se deja de afeitar anda como muerto en vida y revela un íntimo desahucio que a menudo tiene que ver con la bancarrota (que lo aleja de jabón y rastrillo) o con el desamor (que lo aleja de perfumes y apariencias propias del coqueteo cotidiano). Dejar de afeitarse acompaña un aparente abandono de rutinas, a contrapelo del hombre que mantiene sus horarios, biografía intacta y pretensiones sociales aún cuando pretende modernizar su imagen, fardar madurez emocional o dinamismo energético, aunque tenga que pintar las canas de sus mejillas para seguir disponible ante cualquier lance con jovencitas, mientras que la nieve involuntaria que va poblándole la cara a quien simplemente deja de afeitarse no requiere revisión diaria en espejos—provocando ocasionales confusiones en ventanas y aparadores de cafés—y quizá sólo se percibe durante las pocas horas del sueño a deshoras, cuando el sonámbulo o lector empedernido de pronto se pasa la mano por la cara como quien intenta pasarle página a la vida.

Nosotros somos los muertos, dice uno de los versos del célebre poema In Flanders Fields de John McCrae, teniente coronel del ejército canadiense que sobrevivió al infierno de la llamada segunda batalla de Ypres en Bélgica, hace casi exactamente un siglo. John McCrae era médico, poeta y por lo visto, caballero cuidadoso de su aspecto: en una carta que escribió a su madre describiéndole los horrores del laberinto asqueroso de las trincheras, McCrae subrayaba que “..durante diecisiete días y diecisiete noches ninguno de nosotros pudimos quitarnos ni ropa ni botas (…) Durante la mayor parte del tiempo permanecía despierto y la metralla jamás dejó de atronar por más de sesenta segundos seguidos” y como muchos soldados de aquella mal llamada Gran Guerra de hace cien años, McCrae procuraba mantener su rutina de afeitado, la cara limpia y el rostro intacto a contrapelo de los cientos que cultivaban diversas o todas las formas posibles del bigote (retorcido, a la Chaplin, de manubrio o ligado a las patillas) y ni hablar de que las barbas descuidadas revelaban precisamente la ruina, en ausencia de rutina.

Nosotros somos los muertos/ Vivos, apenas hace pocos días/ percibíamos el alba y veíamos brillar el atardecer./ Amamos y fuimos amados/ y ahora yacemos en los campos de Flandes, dice el poema que McCrae escribió de puño y letra entre el lodazal de la trinchera durante la madrugada del 3 de mayo de 1915, luego de enterrar a su amigo y compañero de trinchera, Alexis Helmer, habiéndole cavado la tumba con sus propias manos. No pasaron más de dos días para que al poeta McCrae le llamara la atención el ya célebre fenómeno raro de que sobre las tumbas de cientos de soldados florecían como plaga pequeñas amapolas rojas, Red Poppies que han de poblar la tierra alineada por cruces, donde los muertos de su poema declaran No hemos ya de dormir, aunque florezcan rojas amapolas, sobre los campos de Flandes.

En Guanajuato es común que todo sabio de Cuévano explique –ante el espanto que causan las muchas momias que se descubren en su cementerio—que esos cuerpos que parecen muertos en vida no son más que resultado de la cantidad de minerales que inundan el subsuelo de esa ciudad abigarrada entre cañadas de plata pura, descalificando de sobremesa toda creencia de que pudiera tratarse de una cíclica tropa de zombies que han de volver a andar por la Tierra para comerle los sesos a los despistados, a menos de que llegue en nuestro auxilio un héroe luchador enmascarado de plata (tal como consta en la joya del más cutre cine mexicano, Santo contra las Momias de Guanajuato). También es recurrente discusión de cantina cuevanense que cualquier visitante o vecino de Guanajuato abra el debate en torno al enigma de que a las mentadas momias les crecen las barbas, uñas y todas las greñas precisamente porque están no más que temporalmente dormidas o bien, porque se trata de un trampantojo donde ese supuesto crecimiento capilar no es más que una apariencia, porque parece que crece el pelo cuando la piel se desinfla de vida y los músculos de vuelven flácidos pellejos pegados al hueso.

In Flanders Fields se convirtió rápidamente en el más conocido poema instantáneo de la Primera Guerra Mundial y motivó la generalizada conmemoración de los caídos con repartición de miles de flores rojas de amapola y también la dualidad de explicaciones: así como miles de lectores suscribieron el ánimo del poeta McCrae en el sentido de que las almas de los soldados muertos florecían en forma de florecillas rojas como memoria viva, roja sangre en pétalos, afán intacto y simbólica exhortación para continuar en el esfuerzo de cada batalla o conquista, así también hubo quien rápidamente formuló la científica explicación de que se trata no de un trampantojo sino de una realidad mineral: en todos los campos de batalla donde se experimentó con el nefando armamento químico –y en particular, la segunda batalla de Ypres en Flandes, donde el ejército alemán roció las trincheras aliadas con bombas de cloro—florecieron rápidamente amapolas rojas por todos los fosfatos, carbonatos y quién sabe qué tantas otras burbujas que convirtieron a la amapola en símbolo que incluso el pasado 7 de noviembre –Remembrance Day decretado por el rey Jorge V—alfombrara las inmediaciones de la Torre de Londres, rodeando el Támesis, con casi un millón de rojas amapolas de cerámica plantadas como instalación de memoria y vendidas una por una a veinticinco libras para ser entregadas por correo una vez que se desmonte la exhibición. De aquí que Lennon y McCartney le cantaran a las lindas enfermeras que vendían amapolas en bandeja por las aceras de Penny Lane y de allá o acullá que otras variantes de la amapola sólo produzcan la enredada confusión del ensueño y las mentiras.

En diversos paisajes de México era común ver los campos alfombrados por rojas amapolas, pero al parecer de la especie Papaver somniferum, pequeño manantial del opio, de cuya goma se transpira la heroína. A diferencia de la Papaver rhoeas (llamada Red Poppy en inglés y Coquelicoten francés) la somnífera heroína de las flores rojas no se asocia a los extensos prados verdes de los cementerios perfectamente cuadriculados por cruces blancas, sino a las barrancas anónimas, parajes ignotos y cañaverales escondidos como los que ahora apenas dicen estar descubriendo las autoridades y policías de México en el estado de Guerrero. Allí donde durante décadas han sido tirados cadáveres anónimos o supuestamente olvidados de cientos de muertos, guerrilleros, campesinos inconformes y al parecer, también estudiantes aspirantes a maestros, se sabe ahora que proliferan ricos campos de amapolas –rojas y de otros colores—que son el manantial del verdadero negocio del crimen organizado posmoderno que durante los últimos años, desde hace décadas, ha cogobernado Guerrero en siniestras alianzas con políticos corruptos, caciques despiadados y otras momias de la peor calaña. Todos asesinos.

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Ha quedado muy atrás el México de los abuelos que cantaban en sus casas, pegados a la bocina de la radio de donde salía la voz del Dr. Alfonso Ortiz Tirado, la tonada de la Lindísima amapola donde se le preguntaba a la mujer amada ¿Cómo puedes vivir tan sola? y, al parecer, es también ya cosa del pasado el imperio de la famosa mariguana Acapulco Gold de las montañas de Guerrero ahora que poco a poco la mota legalizada en no pocos estados de los Estados Unidos copta los mercados del gran consumo gringo, pues además –al parecer, es incluso de mejor calidad la ganja gringa por hidropónica, transgénica y technicolor en HD--, pero que no se vuelvan cosa del pasado, ni nostalgia trasnochada, recitar los versos de los poetas que le cantaban a las rojas amapolas que son almas de los caídos, pues nos recuerdan que los muertos somos nosotros todos, los que sabemos que una parte de nuestro propio rostro desapareció sin aviso hace ya más de cuarenta y tres madrugadas, poblándonos la cara con ojeras ante los sueños rotos y la rara revelación de que no es lo mismo dejarse la barba que dejarse de afeitar… porque no es lo mismo intentar adormilar a todo un país con el sueño de opio de la opulencia falsa, el cuento chino de los trenes rápidos y los palacios impolutos sin un solo libro a la vista, que seguir hipnotizándose con la mirada perdida y el peinado intacto en la negación constante de que es precisamente la amapola de la heroína la que engrasa la millonaria maquinaria de complicidades, corrupción, mentiras, desapariciones y asesinatos en un paisaje de fosas donde hemos de seguir floreciendo los muertos todos que somos nosotros a la espera del alba y de un nuevo atardecer.

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