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Columna
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A los que defienden la vuelta de la dictadura

Había 400 en las calles de São Paulo, el primer sábado de diciembre, pidiendo una intervención militar.Cuatrocientos no son pocos. Uno es mucho.

Eliane Brum

Cuando escucho a brasileños manifestarse a favor de la vuelta de la dictadura, pienso que no pueden saber lo que están diciendo. Quien lo sabe, no lo dice. Pero ese primer pensamiento es una mezcla de arrogancia y de ingenuidad. Lo más probable es que una parte significativa de esos hombres y mujeres que se vienen manifestando por las calles desde el final de las elecciones, orgullosos de su falta de pudor, pidan la vuelta de los militares al poder precisamente porque saben lo que dicen. Pero tal vez sea necesario mantener no la arrogancia sino la ingenuidad de creer que no lo saben, porque quien lo sabe no lo diría, no lo podría decir. No sería capaz, no se atrevería. Para estos, para los que no saben lo que dicen, para estos que tal vez no existan, amplifico aquí la voz de los niños torturados, de diversas maneras, por la dictadura que aterrorizó a Brasil durante más de dos décadas, entre 1964 y 1985.

Colgaban a mi padre en el pau de arara y, para hacer que hablara, simulaban torturarme con una cuerda. Yo tenia dos años

Niños. Torturados. De diversas maneras.

Como Ernesto Carlos Dias do Nascimento. Tenía dos años y tres meses. Fue considerado terrorista, “Elemento Menor Subversivo”, y desterrado por decreto presidencial. Fue detenido el 18 de mayo de 1970 en São Paulo junto a su madre, Jovelina Tonello do Nascimento. Su padre, Manoel Dias do Nascimento, militante de la organización guerrillera Vanguardia Popular Revolucionaria (VPR), liderada por Carlos Lamarca, había sido detenido horas antes. Ernesto es quien lo cuenta:

“Me llevaron varias veces a las sesiones de tortura para ver a mi padre atado al pau de arara (barra de hierro de la que colgaban a los presos cabeza abajo, por las corvas, para golpearlos o aplicarles descargas eléctricas). Para hacerlo hablar simulaban torturarme con una cuerda en la sala de al lado, separada solo por un biombo”.

El pequeño de dos años suplicaba: “No podéis pegar a mi papá. No podéis”.

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Y le pegaban.

Liberado casi un mes después, pasó los primeros años con miedo de los policías uniformados y de grupos de más de cuatro personas. Entraba en pánico, se escondía debajo de la cama o dentro de un armario, mordía a quien se le acercara y se orinaba en los pantalones. Ernesto fue un niño con pesadillas recurrentes. La más común era con un asno, una cuerda y una aguja. “El asno llevaba un gorro militar. La aguja tenía ojos muy abiertos, una risa aguda sarcástica y corría detrás de mí. Yo, aterrorizado, intentaba huir. El asno me cercaba, me daba coces o decía mentiras de mí. La cuerda me parecía buena; disfrazada de cinta se desplegaba hasta mí, pero cuando la agarraba me hacía daño en las manos y me caía por un abismo”.

Cerca del parto, el líquido amniótico caía por mis piernas y las cucarachas me atacan en bandadas. Yo gritaba en la celda

Ernesto es uno de los 44 adultos torturados en su infancia –física y psicológicamente, y también de otras formas- que cuentan su historia en un libro publicado en noviembre por la Comisión de la Verdad del Estado de São Paulo “Rubens Paiva”, encargada de investigar los hechos ocurridos y silenciados durante el estado de excepción. “Infância roubada – crianças atingidas pela Ditadura Militar no Brasil” es la memoria de lo innombrable que debe ser nombrado para que cada uno de ellos pueda vivir. Para que el crimen de Estado no se repita. La mayoría de los testimonios se registró en audiencias de la Comisión de la Verdad de São Paulo. Algunos que no pudieron comparecer o no conseguían hablar del tema, fueron entrevistados después.

¿Qué decir de los niños torturados por el Estado? Torturados ayer, hace nada, si se mide en parámetros históricos. Los relatos de ese libro no necesitan adjetivos. Son silencios que hablan. Y que sollozan. Como João Carlos Schmidt de Almeida Grabois, Joca, antes incluso de nacer. Estaba en el vientre de su madre, Crimeia, cuando ella recibió descargas eléctricas, fue apaleada en diversas partes del cuerpo y golpeada a puñetazos en la cara. Mientras la maltrataban de esta forma, los agentes de la represión le amenazaban con secuestrar a su bebé tan pronto como naciera. Cuando los carceleros cogían las llaves para abrir la puerta de la celda y llevar a Crimeia a la sala de tortura, el bebé comenzó a sollozar dentro del vientre. Joca nació en prisión y años después, ya crecido, cuando oía ruido de llaves, volvía a sollozar. La marca que le dejó la dictadura es un sollozo.

Torturado por agentes de la represión aún siendo bebé, nunca pudo liberarse del pánico. Se suicidó a los 40 años

Cerca de la hora del parto, en lugar de llevar a Crimeia a la enfermería, la metieron en una celda llena de cucarachas. Como el líquido amniótico le caía por las piernas, la atacaban en bandadas. Así estuvo casi un día entero. Solo al caer la tarde, con otros presos gritando junto a ella, la llevaron al hospital. El obstetra dijo que, como no estaba de guardia, le haría la cesárea al día siguiente. Crimeia le alertó de que su hijo podría morir, y el medico le respondió: “¡Mejor! Un comunista menos”. El padre de Joca fue asesinado por el régimen militar meses después de que naciera el pequeño. La primera vez que vio el rostro de su padre fue a los 18 años en una foto de los archivos del DOPS (Departamento de Orden Político y Social) de São Paulo: uno de los locales de represión en el que los considerados “amenazas para el régimen” eran interrogados y torturados.

Carlos Alexandre Acevedo, Cacá, no soportó el recuerdo. Tal vez porque nunca pudo transformarlo en memoria. Para él era algo vivo y sin palabras; un silencio que no lograba expresar. Y un silencio que no se consigue expresar es pánico. Tenía un año y ocho meses, en enero de 1974, cuando su casa fue invadida por policías. Como se puso a llorar, le dieron una bofetada en la boca, que, de inmediato, empezó a sangrar. Pasó más de 15 horas en poder de la represión, en manos de los funcionarios del Estado, mientras afuera demasiada gente vivía sus vidas fingiendo que no sucedía nada. A sus padres les contaron que, durante ese tiempo, al pequeño, poco mas que un bebé, le habían aplicado descargas eléctricas. Cacá se mató a los 40 años, en 2013. Su padre diría: “Vivió aterrorizado. Y ese terror lo superó. Comprendo que la muerte fue el final de su angustia”.

Ángela Telma de Oliveira Lucena escogió recordar. Tenía tres años y medio cuando ejecutaron a su padre delante de ella. Cuenta Ángela:

“Me acuerdo de cómo iba vestido. Me acuerdo exactamente de cómo ocurrió todo aquel día. Estaba en brazos de mi madre y, cuando fui creciendo, durante muchos años me quedaba pensando si lo había soñado o si era algo que realmente había ocurrido. Vivía un conflicto entre eliminar, borrar aquello de mi vida, pero, al mismo tiempo, sabía que si lo hacía estaría borrando la historia de mi familia (…) La gente siempre pone en duda si de verdad soy capaz de recordar la muerte de mi padre (…) Me gustaría mucho eliminar de mi vida ese momento del asesinato de mi padre. Pero no puedo. No quiero y no puedo. Porque la única memoria que tengo de mi padre es exactamente el momento de su muerte”.

Presencié el asesinato de mi padre. No puedo ni quiero olvidar porque el único recuerdo que tengo de él es el de su muerte

Hubo un Paulo Fonteles Filho, cuyo parto fue una tortura iniciada por policías y completada por el médico. A los 5 meses de gestación, Hecilda recibió puñetazos y patadas, al grito de: “Los hijos de esta gente no deben nacer”. La mantenían toda la noche despierta con una luz fuerte en el rostro, en lo que se llamaba la “tortura de los reflectores”. Después, sentada en una silla, le subían cables eléctricos por las piernas y se los fijaban a los pechos, provocándole calor, frío, asfixia. Más tarde la metieron en una celda llena de cucarachas. Ya no conseguía estar de pie ni sentada. Como no había colchón, se tumbó en el suelo. Las cucarachas comenzaron a morderla. Ella solo consiguió quitarse el sujetador para taparse la boca y los oídos. La llevaron entonces al Hospital de la Guarnición del Ejército, en Brasilia. Recuerda la fuerte irritación del médico, que indujo el parto y le hizo el corte sin anestesia. Hecilda no lloró. En el libro “Luta, Substantivo Feminino: Mulheres Torturadas, Desaparecidas e Mortas na Resistência à Ditadura”, publicado por la Secretaría Especial de los Derechos Humanos, cuenta que “después de eso iban diciendo que yo era fría, sin emociones, sin sentimientos. Todos querían ver quién era ‘la fiera’ que había allí”. Así se cuenta el nacimiento de Paulo, así es como empieza a contarse su historia. Nacido entre fieras, ninguna de ellas su madre. Nacido entre humanos, las fieras más crueles.

Y hay quienes no nacieron. Como el hijo de Isabel Fávero que, a los dos meses de embarazo, fue conducida a una sala y torturada con descargas eléctricas, pau de arara y amenazas de violación e insultos. Al quinto día, abortó. Isabel fue encerrada en una celda donde la mantuvieron incomunicada. O Nádia Lucia do Nascimento, embarazada de seis meses, colocada en la temida “silla del dragón”. Después de arrancarle la ropa fue sometida a descargas por todo el cuerpo. Abortó. Tuvo hemorragias y dolores, y ninguna atención médica.

Y hubo niños que no nacieron, porque sus madres abortaron durante la tortura

Esta es la memoria de los niños de la dictadura. Es el recuerdo del parto que guardan sus madres. Nosotros, los que no hemos sido torturados, no podemos entender cómo es vivir marcado así – o intentar describir lo que aún es un horror- en un momento histórico en el que –después de todo lo ocurrido- algunos brasileños perdieron la vergüenza de pedir la vuelta de la dictadura. Podemos intentar colocarnos en el lugar de esos hombres y mujeres, hoy adultos con sus propios hijos, algunos incluso ya abuelos, nacidos o presos en sótanos en los que sus padres fueron torturados y algunos de ellos asesinados. Es fundamental intentar ponerse en el lugar de otro, pero no lo logramos. No hay modo de conseguirlo. Cruzar por la Avenida Paulista, en la mayor ciudad de Brasil, como ha ocurrido algunas veces en las últimas semanas, oyendo los gritos de gente –gente, ciertamente gente- a favor de la intervención militar y la vuelta de la dictadura. ¿Cómo es posible?

Entre las decenas de relatos de ese libro, hay uno que desentona. Lo conocí de cerca. Fui testigo. Al contrario de la mayoría, Grenaldo Erdmundo da Silva Mesut no tenía recuerdos de la represión. Ni siquiera sabía lo que era la dictadura más allá de un nombre vago, de una historia que no le decía nada al respecto. Algunos podrían suponer que tal vez fuera mejor así, pero eso es desconocer de qué manera la ausencia de la memoria es algo brutal, un agujero que se presiente pero que no se sabe como asumir.

Sobre él, la periodista Tatiana Merlino, que lo escuchó y firma la edición y la primorosa organización de ese libro, dice que “la dictadura dejó innumerables secuelas en los hijos de las víctimas; de los desaparecidos, asesinados, presos: desde su nacimiento en prisión presenciar los instrumentos de la represión, clandestinidad, exilio, desaparición, etc. Hay historias de horror, de niños que vieron cómo torturaban a sus padres, que fueron secuestrados… Pero la historia de Grenaldo me toca por la brutalidad especial a la que fue sometido, que fue la desaparición, el borrado, promovido por la dictadura, de su propia historia. A él se le negó incluso el derecho de experimentar el dolor de la verdad de ser hijo de un asesinado por el régimen. Para además de la sustracción de la vida, del cuerpo, la mentira, la sustracción de la verdad. ¿Qué consecuencias tiene ese crimen en la construcción de la identidad de Grenaldo?. Esa laguna, que no se puede abarcar, es lo que me toca profundamente”.

A Grenaldo Mesut la dictadura le robó su propia historia

Mi camino se cruzó con el de Grenaldo de una forma que solo ocurre en la vida real. Si fuese ficción, la historia se consideraría tan fantasiosa que parecería de mala calidad. En la campaña electoral de 2002, trabajaba en el semanario brasileño “Época” y mi cometido era contar la trayectoria personal y familiar del entonces candidato Luiz Inácio Lula da Silva. Hice varios reportajes y, al comienzo de su mandato como presidente, escribí sobre la muerte de su primera mujer, Maria de Lourdes, en un parto en el que ella y el bebé perdieron la vida. Era una más de las aflicciones de Lula, protagonista de una biografía que contiene el ADN de Brasil, un país que en aquel momento comenzaba a gobernar con la promesa de cambiar el destino de los más pobres y las estadísticas como las de mortalidad materna.

Durante la investigación periodística, descubrí una curiosa coincidencia. El médico que firmó el certificado de defunción de Maria de Lourdes era uno de los forenses acusados de haber falsificado laudos para la dictadura. Sérgio Belmiro Acquesta, absuelto por el Consejo Regional de Medicina un año antes de morir, era entonces gerente del departamento médico de Villares, la metalúrgica en la que Lula trabajaba como obrero, y también funcionario del Instituto Médico Legal de São Paulo. En una de las páginas del reportaje aparecían las fotos de dos casos en los que habría intervenido para hacer desaparecer la responsabilidad del régimen militar. Uno de los retratos, de tamaño 3x4, era de un marinero, Grenaldo de Jesus Silva, que en 1972 secuestró, él solo, un avión de la aerolínea brasileña Varig. Después de liberar a todos los pasajeros y a la mayor parte de la tripulación, fue detenido, inmovilizado y muerto en el Aeropuerto de Congonhas, en São Paulo, a los 31 años. Al día siguiente, los periódicos publicaron la versión del régimen: “Acorralado, el terrorista se suicidó”.

En un reportaje sobre la primera mujer de Lula, el exmilitar reencontró el rostro que lo perturbaba hacía 30 años, y el hijo la cara desconocida de su propio padre

Tres décadas después, se publicó mi reportaje de portada y esa pequeña foto, más que toda la historia de Lula y Lourdes, removió recuerdos insepultos. Días más tarde, un hombre que se presentó como ex sargento especialista de Aeronáutica, José Barazal Alvarez, por entonces de 63 años, buscó la revista. Cuando terminó el secuestro había sido el encargado de hacer el informe y de recoger las pertenencias del muerto. Al examinar el cuerpo de Grenaldo, contó haber encontrado en su pecho una carta ensangrentada y un segundo disparo. En esa especie de carta testamento, Grenaldo contaba a su hijo las razones del secuestro y prometía reunir la familia tan pronto como llegase a Uruguay. José mantuvo el secreto de lo que vio durante 30 años, y no se lo mencionó ni a su propia esposa. Pero le perturbaba la carta, porque sabía que en algún lugar había un hijo que nunca leyó las palabras de su padre; un deseo que, por no haberse cumplido, tuvo que haber causado daños. José quería liberarse de esa pesadilla cuando hablamos por primera vez. Al ver la foto del marinero “suicidado” en el reportaje, decidió buscar al hijo sin padre, y su propia redención.

Busqué al hijo. Pero incluso entre las organizaciones de muertos y desparecidos políticos de la dictadura, la trayectoria, las circunstancias y la intención del marinero que secuestró un avión tenían muchas lagunas. Grenaldo fue uno de los 1.509 marinos expulsados en 1964 por alinearse con el presidente João Goulart. De ellos, 414 fueron condenados a prisión. Grenaldo recibió la pena más alta: cinco años y dos meses. Huyó e inició una vida en la clandestinidad. Eso era todo lo que se sabía de él hasta su reaparición en un avión de la Varig.

Grenaldo inició, a los 35 años, una travesía en busca de su padre y de su país

Intenté varios caminos para encontrar a su hijo, pero no lo conseguí. Cuando el teléfono de mi mesa de redacción sonó, todavía lo estaba buscando, pero ya me quedaban pocas esperanzas. Al otro lado, una mujer me dijo que el hijo del marinero quería hablar conmigo. Las líneas finalmente se cruzaban y, por un breve instante, me olvidé de respirar. Lo que había sucedido era algo muy prosaico, un cliché. Una mujer hojeaba distraída una vieja revista en la consulta del dentista, cuando le llamó la atención un nombre bastante raro. De inmediato llamó a su hermana: “Leila, hay un hombre aquí que se llama igual que tu marido. ¿No será su padre?”

El marido de Leila no hablaba de su padre. Era superviviente de una infancia arrasada en la que su padre le dejó el legado de haber sido una “mala persona”. Su madre nunca supo de las acciones políticas de su marido y cuando desapareció para reaparecer en las portadas de los diarios como un “terrorista” no lo podía entender. Mônica Mesut había conocido a su marido en la clandestinidad, en la ciudad paulista de Guarulhos, sin que jamás le informara de que tuviera otra vida. Mientras estuvo a su lado, Grenaldo fue vigilante de la constructora Camargo Corrêa y tuvo por lo menos dos negocios que fracasaron. En 1971, comenzó a recibir cartas que lo ponían muy nervioso. Un día salió de casa prometiendo regresar para dar a la familia una vida mejor y solo volvió a aparecer en un avión de la Varig. Su hijo tenía entonces cuatro años.

Hasta la vida adulta solo sabía de su padre que era un “ladrón” y un “terrorista”. La familia era muy pobre, sin formación política alguna y con una educación precaria. Grenaldo, hijo, creció en un ambiente en el que todo faltaba. Entre una madre alcohólica, un tío violento y una abuela deshecha. Christina, la abuela, y Mônica, la madre, eran supervivientes también de otra guerra. Al huir de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, Christina encontró a un bebé en los brazos de una mujer muerta. Sin leche o comida, se rasgó la muñeca y lo alimentó con su sangre. Era Mônica, la madre de Grenaldo, que en 1972 no pudo soportar ver al marido y padre de su hijo presentado como terrorista y suicida en las portadas de los periódicos. Creyó en la dictadura y en la prensa. Para una familia en cuyo pasado todo eran tinieblas, un apagón más tenía todo el sentido.

Cuando Grenaldo aún era niño, Mônica hizo literal la destrucción de su memoria al sufrir un accidente cerebrovascular, un ictus, que la redujo a casi la nada. Moriría solo años después. Mientras vivió, Grenaldo y su madre eran maltratados primero por el padrastro y después por el tío. El nombre del padre solo emergía por odio en la boca de todos, por cualquier motivo, y antes de cada paliza. “¡Hijo de ladrón!” Y entonces, cuando tenía 35 años, ya profesor de Educación Física y padre de familia, apareció aquel nombre en un reportaje con una historia diferente. En la misma página de la revista, José reencontró el rostro que tanto lo perseguía y Grenaldo conoció la cara desconocida de su propio padre.

El hijo del marinero acordó reunirse conmigo en una pizzería de São Paulo. Yo llevaba varios libros sobre la dictadura para darle, y un miedo enorme. ¿Cómo contar a un hijo quién era su padre? ¿Cómo dar a un hijo noticias de su padre? ¿Cómo se hace algo así de grande, con qué palabras? Me sentí muy incapaz. Llegué más pronto, como siempre hago, y esperé. Vi a aquel hombre enorme llegar, con el rostro trastornado por algo que era miedo y era expectativa y era, me parecía, un ruego de compasión. Era como si suplicase con aquellos ojos tan abiertos, casi infantiles, que lo cuidase, porque yo poseía ahí el poder de derribar el delicado equilibrio que había alcanzado con un esfuerzo imposible de medir. Percibí que no tenía ni la menor idea de lo que iba a escuchar. En aquel momento, Grenaldo iniciaba una travesía en busca de un padre y de un país. Los dos al mismo tiempo. Y yo era el puente imperfecto colocado ante él. Cuando regresé de esa reunión, recuerdo haberme tumbado en la cama vestida y quedarme ahí con los ojos como platos hasta el amanecer. Porque era muy grande aquello, demasiado grande.

Días después, organicé una reunión entre Grenaldo, hijo, y José, el exmilitar. La escena fue impresionante. Grenaldo de rodillas ante José, y José liberado de una pesadilla de 30 años. Todos en aquella sala lloraban. En aquel momento, la vida no nos cabía dentro.

José ponía fin allí a tres décadas de una pesadilla recurrente, la de un hombre asesinado, tirado como una bolsa de basura, en un Chevrolet Opala negro de la represión. Y Grenaldo, iniciaba una serie de noches agitadas en las que soñaba ser un detective en busca de pistas.

Con la ayuda de un abogado, Grenaldo y yo pasamos semanas, meses, buscando la carta que era suya. Una noche, me acuerdo de otra escena: las fotos de la investigación militar esparcidas por el suelo de la sala de la casa de Grenaldo. Las imágenes del padre muerto, la sangre, y nosotros dos intentando desentrañar aquel rompecabezas macabro. Yo pensaba: ¿cómo va a soportar ese destino trastornado de un día para otro?

Grenaldo tenía –tiene- algo que podría definirse como una pureza resistente, algo que mantuvo intacto incluso durante el infierno que fue su infancia, algo que yo ya había visto en otros supervivientes, y algo que en aquel momento lo salvaba de nuevo. Conseguí localizar a la última persona que vio a su padre con vida en el avión y probar que fue asesinado. Testimonios recordaban el extraño caso del hombre “suicidado de un disparo en la nuca”. La granada que supuestamente el marinero llevaba encima era, según José, un carrete de hilo de pescar enrollado con cinta adhesiva.

Grenaldo, padre, fue reconocido como uno de los ejecutados por la dictadura y su hijo pudo recibir una indemnización del Estado. Meses después, se reencontró con su abuela paterna en Maranhão y recuperó los lazos perdidos con una familia que no sabía que tenía. Supo entonces que después de dejar la casa de Guarulhos y antes de secuestrar el avión, el marinero perseguido por la represión había visitado a su madre para anunciarle que tenía un nieto y dejarle una foto del pequeño. En el reverso del retrato había escrito: ‘Tengo tres años, soy un niño grande. Un día voy a crecer y visitar Maranhão. Naldinho. 9/6/71”. Transcurrieron más de tres décadas hasta que desembarcó en el aeropuerto de San Luís, donde la abuela lo esperaba. Vivieron una relación de intenso afecto hasta que ella murió.

Nunca conseguimos encontrar la carta, y el deseo del padre jamás será cumplido. Es enorme la tragedia de una carta que no encuentra a su destinatario. Esa carta perdida será siempre un agujero que Grenaldo tendrá que aceptar, pero que va rellenando con la construcción de su memoria. Hoy tiene un padre. Y tiene un país. Y debe vivir con los pedazos que le faltan de ambos. Grenaldo se prepara ahora para contarle a su hija mayor la historia del abuelo. Y a veces, cuando alguno de sus dos hijos le dice que no consigue hacer algo, responde: “No digas que no consigues, esa palabra no existe. ¡Eres nieto de Grenaldo!”

No sé quiénes son los brasileños que gritan en las calles pidiendo la vuelta de la dictadura. Desconozco a las personas que claman por una intervención militar como si eso no fuese una vergüenza, una indignidad, y sí la prerrogativa de “ciudadanos de bien”. Creo que nunca he tenido tanto miedo de ese deformado discurso “del bien” como hoy: esta época en la que se ha perdido todo el pudor, y la ignorancia de la Historia se ostenta como un trofeo. Sé que son personas, porque solo los humanos son capaces de algo tan brutal.

Dicen que había “solo” 400 el primer sábado de diciembre en São Paulo. Alegan que 400 que pidan una intervención militar son pocos. Yo digo que uno ya es mucho. Respeto el derecho que tienen de expresarse, porque al hacerlo refuerzan la expresión máxima de la democracia, de su grandeza para admitir la voz incluso de los que quieren acabar con ella. Pero me reservo el derecho de, por un momento, elegir la ingenuidad. Prefiero creer que no saben lo que dicen ni lo que piden. No lo pueden saber. Si lo supiesen, no se atreverían.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción: “Coluna Prestes - O Avesso da Lenda”, “A Vida que Ninguém vê”, “O Olho da Rua”, “A Menina Quebrada”, “Meus Desacontecimentos”. Y de novela: “Uma Duas. Site: elianebrum.com Email: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: @brumelianebrum

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