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Columna
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Narcoguerrilla

La cuestión en los acuerdos de paz en Colombia es dónde se traza la línea entre lo perdonable y lo que no lo sería

Diana Calderón

Por muchos años la discusión sobre el origen, la naturaleza y "legitimidad" de la lucha armada de la guerrilla ocupó páginas enteras de los medios de comunicación y de la academia colombiana. América Latina y el tercer mundo hacían parte de la guerra fría y de las guerras de baja intensidad. Pero la rebelión pronto se convirtió en narcoterrorismo, secuestro extorsivo y reclutamiento de menores bajo el discurso de un Estado ausente y de profundas injusticias de las que se nutren. Y, sin embargo, siempre se impuso la teoría que la vía militar debilitaría la guerrilla pero solo su fin sería posible por la vía negociada. Por eso llevamos dos años sentados con los miembros de las FARC en La Habana para ponerle fin a un conflicto de más de 50 años. Y el final del proceso que es el final de la guerrilla implica definir qué trato judicial tendrán los guerrilleros. Cárcel o perdón, ostracismo o participación política, son los extremos.

Este nuevo intento de proceso de paz con las FARC, después de Tlaxcala y El Caguán, ha llevado a Colombia a una discusión muy jurídica y poco popular que genera cada vez mayor escepticismo, no solo vista desde la oposición, sino en la misma población que quisiera escuchar cómo van a pagar por sus delitos los guerrilleros y no de qué manera se les puede garantizar su participación política cobijados por los beneficios de la justicia transicional.

En medio de toda la discusión surgió esta semana una aún más compleja: la posibilidad de declarar el narcotráfico como conexo al delito político. Los delitos políticos en Colombia son tres: rebelión, asonada y sedición y esta figura, constitucional desde el siglo XIX, tiene como finalidad conceder indultos y amnistías. Como quien se alza en rebelión comete delitos auxiliares, o conexos con el delito principal, como robar un banco o incendiar un vehículo, incluso un homicidio, pues estos deberían incluirse. La cuestión es dónde se traza la línea entre lo perdonable y lo que no lo sería.

La guerra en nuestras ciudades está soportada en toneladas de sustancias psicoactivas que nutren el microtráfico

El problema es que la única relación del narcotráfico con la política que conocía Colombia en su historia era la de un criminal como Pablo Escobar, cuando se hizo elegir en la Cámara de Representantes, o la financiación de la campaña de Ernesto Samper por parte del Cartel de Cali y antes la que provocó magnicidios, aviones estallados en el aire, el estigma mundial de una nación fallida que pretendieron gobernar los paramilitares.

La propuesta del Gobierno, en boca del presidente, nos trajo todo eso a la memoria, los capítulos del terror de nuestra historia reciente.

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Para quienes están de acuerdo con la propuesta el argumento principal radica en que si el homicidio es un delito conexo pues más aún debe serlo exportar un kilo de cocaína. También argumentan que el narcotráfico ha sido el vehículo para financiar la rebelión y no el fin para el enriquecimiento personal o de una organización.

Según cálculos del ministerio de Defensa los ingresos por narcotráfico de las FARC pueden alcanzar los 6.000 millones de dólares al año

Para quienes lo desaprueban, es un error, porque si los tribunales excluyen de la conexidad al delito político, al terrorismo, al secuestro y al homicidio fuera de combate por considerarlas conductas que atacan de manera grave la convivencia social, la libertad y la vida, pues debería declararse de manera grave el narcotráfico porque también atenta contra la sociedad, la salud y la vida.

Si ese argumento no es suficiente. Entonces sí creo que en ese debate por lo menos deben darnos respuestas sobre qué pasará con la riqueza acumulada por los guerrilleros o narcoterroristas, ¿con las extensiones de tierras que usufructúan por la vía del narcotráfico?, ¿con sus operaciones de lavados de activos?, ¿con la compra de armas al terrorismo internacional?.

Recientemente, The Economist mostraba cómo el mayor número de asesinatos entre jóvenes de México y América Latina ocurren en relación con el tráfico de estupefacientes. La guerra en nuestras ciudades está soportada en toneladas de sustancias psicoactivas que nutren el microtráfico. Vastas zonas de nuestro territorio se usan por los grupos armados y delincuentes de todos los pelambres para la minería ilegal y el narcotráfico que ha terminado por convertir poblaciones enteras en casas de pique mostrando niveles de sadismo como el que se ve por estos días en México.

Según cálculos del ministerio de Defensa los ingresos por narcotráfico de las FARC pueden alcanzar los 6.000 millones de dólares al año. Entre enero y octubre las autoridades se incautaron de 143 toneladas de cocaína de las cuales unas ochenta tienen relación directa o indirecta con Farc. No sólo cobran "gramaje", sino que tienen estructuras dedicadas de manera exclusiva a la producción, tráfico y comercio de la droga mediante vínculos con el cartel del Golfo y de Sinaloa en México.

A este tema le falta mucho más que un debate en los medios porque efectivamente el narcotráfico sí es el tema de fondo, no solo para el proceso de paz, sino para toda la sociedad colombiana.

Diana Calderon es directora de Informativos de Caracol Radio. Twitter: @dianacalderonf

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