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Columna
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¿Ganó Obama o Raúl?

No se trataba de un juego de suma cero, puesto que ambos podían perder o ganar

La reanudación de relaciones entre Cuba y EE UU ha dado lugar a una especie de quiniela universal sobre quién fue el que salió ganando, si Raúl Castro, de quien se supone que jugaba fuera de casa, o Barack Obama, humillado por tener que decir digo donde su país había dicho Diego.

Pero el arreglo diplomático no era un juego de suma cero, puesto que ambos líderes podían ganar o perder simultáneamente. El presidente norteamericano ganaba puesto que la política de negación solo había servido para consolidar el castrismo, al tiempo que se ponía en regla con el mundo entero, representado por el clamor latinoamericano y 22 votaciones de la asamblea general de la ONU, la última con solo EE UU y un amigo íntimo en contra, que pedían el fin de aquel fracaso. Y el éxito del líder cubano, con la retractación de Washington, es evidente. Pero la quiniela es mucho más interesante si se extiende al mundo en general.

El mayor triunfo ha sido de la Iglesia, católica por supuesto, cuyo líder, el papa Francisco ha tendido el puente de plata para que ambos presidentes, particularmente Obama, se desenrocaran. En grado similar a como Europa se descristianiza, la Santa Sede cobra peso político en el mundo, y la Casa Blanca hasta quisiera hoy convertir al Pontífice en mediador urbi et orbi.

El mayor derrotado ha sido el presidente venezolano, Nicolás Maduro, a quien no parece que se le hubiera advertido de que el discurso antiimperialista fuera a requerir retoques. Un gran beneficiario es, en cambio, el resto de América Latina que ha dado muestras de una latinoamericanidad transversal a las ideologías, y al que se suma, sin duda sinceramente, Venezuela, pese a que su presidente haya quedado colgando de la brocha. En esa quiniela se da, por añadidura, una coincidencia de facto entre bolivarianos, devotos de la Cuba de Raúl, y republicanos, despectivos adversarios de Obama. El presidente boliviano, Evo Morales, igual que el senador norteamericano, hijo de cubanos, Marco Rubio, y líderes hispanos del Congreso aseguran que es La Habana “quien ha doblegado a Washington”. La diferencia estriba en que los primeros lo dicen con regocijo, y los segundos, fruncido el ceño.

Y quien tampoco ha salido especialmente bien parada ha sido España, cuyo ministro de Exteriores, García Margallo, no fue recibido por Raúl Castro en una reciente visita a La Habana con el tácito objetivo de conseguir que acudiera a la cumbre iberoamericana de Veracruz, que, como era de temer, tuvo que celebrarse sin el líder cubano, una flojísima entrada bolivariana, y la asistencia, en general, de una nómina apenas regular de jefes de Estado.

Se ha repetido mucho que la reanudación de relaciones apenas cambia nada, argumentando que el embargo norteamericano se mantendrá gracias a la mayoría republicana en ambas cámaras. Pero a eso basta con replicarle que el día antes de que Constantinopla cayera en manos de los turcos (1453), el poder otomano ya era sucesor de Bizancio, pero no por ello ese día dejó de ser aciagamente histórico para la cristiandad. Como pasa hoy, pero en clave positiva con el arreglo de La Habana.

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