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Tribuna
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El Brasil al que Dilma tendrá que mirar a los ojos

La presidenta tendrá que tomar conciencia de que gobernará un país que está creciendo y ha dado la espalda a la vieja política

Juan Arias
Rousseff, en una rueda de prensa en el Palacio de Planalto, en Brasilia.
Rousseff, en una rueda de prensa en el Palacio de Planalto, en Brasilia.EFE

Existe un país real y un país de fantasía. La presidenta Dilma Rousseff, pasados los fuegos de artificio de las promesas electorales, necesita mirar ahora a los ojos al país desnudo, al de verdad, que es el que deberá gobernar.

Es a ese Brasil al que deberá brindar esperanza, ya que parece iniciar el 2015 entre el desencanto y el temor de tener que hacer frente a un momento amargo de austeridad económica. Dilma deberá gobernar un país dividido que le otorgó la confianza.

Ese país separado por unos pocos millones de votos no es sin embargo un país rasgado. Es el mismo Brasil. Los que le dieron su voto y quienes se lo negaron tienen un mismo sueño: el de un futuro mejor para ellos y sus hijos.

Puede ser un país dividido entre dos formas de gobernar, entre dos ideas políticas, pero unos y otros quieren apostar por una sociedad cada vez más de todos, donde no falte lugar para nadie, y donde ningún ciudadano sea discriminado por sus ideas, su color o su sexo.

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Los brasileños están más unidos en la estima a su país de lo que puedan imaginar los políticos. Son hijos de una tierra que aman. Lo hacen con la misma intensidad quienes votan por uno u otro color político.

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Lo que les disgusta, sobre todo a los jóvenes que son el Brasil del mañana, es la hipocresía, la mezquindad y la falta de ética de los que deberían ser ejemplo de vida porque en ellos han confiado al votar.

Tanto los brasileños que reeligieron a la presidenta como los que hubiesen preferido una alternancia piensan lo mismo sobre la corrupción política, sobre la deslealtad, sobre los abusos de poder y sobre la falta de participación de la sociedad en la gestión pública.

Dilma tendrá que saber que gobernará de nuevo para un país cada vez más informado que está creciendo y sabe leer las cosas de otro modo, no con las lentes de su atávicas resignación.

Cada nuevo presidente, de ahora en adelante, tendrá mayor dificultad para gobernar a los brasileños porque tendrá ante sí a un pueblo que se está despertando de un largo letargo, que no acepta órdenes pasivamente y que ha adquirido mayor capacidad de vigilar al poder.

Puede que sea más duro y complejo para el que gobierna. En este caso para Dilma, que en estos cuatro años será observada por una nueva oposición democrática con la que tendrá que convivir sin estigmatizarla.

Su trabajo no será fácil, pero al mismo tiempo puede ser un desafío gratificante. Ahora que vuelve a ser la líder de los 200 millones de brasileños, Dilma tiene la tarea y obligación de tomar decisiones coherentes con sus promesas y ser capaz de corregir los desaciertos que le negaron una victoria más amplia. Quizá pueda reconquistar, con alguna sorpresa inesperada, a los que prefirieron a otro candidato.

Por lo que conozco del alma brasileña, tengo la convicción de que no debería ser tan difícil gobernar a un pueblo que desea que se le quiera, que se le reconozca su dignidad, que se le respete y que no se juegue con él pensando que lo aguanta todo. Ese es el Brasil al que Dilma deberá mirar en los ojos.

Esa nueva faceta histórica supone la mayor esperanza en la construcción de un país que necesita sacudirse el desencanto de hoy con la convicción de que algo nuevo, distinto y mejor, se está forjando a pesar de su crisis ética y económica.

Ignorarlo por creer que Brasil seguirá siendo el eterno satisfecho que ya ha recibido bastante, o querer negar que algo nuevo acaba de germinar en esta sociedad rica en sueños, podría acarrear vientos de tempestad.

La sociedad brasileña está cambiando más de lo que pueda parecer. El Brasil condescendiente con los viejos malandros, satisfecho con tal que se le deje vivir con su jeitinho, está agonizando. Está surgiendo un país diferente, más exigente, quizás menos cordial y hasta más violento, pero más moderno y realista.

Es posible que el prestigioso antropólogo Roberto DaMatta, que desentrañó como pocos la idiosincrasia del brasileño dividido entre la casa y la calle, tenga que repensar la nueva sociedad que está naciendo donde muchas puertas y ventanas se están derrumbando. Ha encontrado una nueva forma de salir a la calle, usar las redes sociales, donde empieza a hacerse más política que en los gabinetes de la Presidencia.

Es el Brasil que empieza a caminar, aunque aún de puntillas, por los nuevos caminos de la modernidad que asusta a la vieja política. Dilma deberá gobernar estos cuatro años con su oído y su corazón pegado a los anhelos de los brasileños nuevos. Tendrá que recordar que como escribe en O Globo la amada escritora Nélida Piñón: Brasil no merece un diez porque “continúa siendo víctima de la tiranía de los gobiernos”, pero tampoco un cero, porque es “un pueblo que arranca de la propia carne pedazos para alimentar a sus hijos”.

Es también a ese Brasil al que Dilma deberá saber mirar a los ojos, un país que confía más en sus propias fuerzas que en los que lo gobiernan.

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