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Tribuna
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Je suis Charlie, su Santidad

No es la libertad de expresión lo que hay que limitar, sino el fundamentalismo

Y ahora también se sumó el Papa al debate, colocándose decididamente del lado de las palomas de la libertad de expresión. Ello por medio de una serie de polémicas y atípicas apreciaciones acerca de no provocar ni insultar la fe de los demás. “No puede uno burlarse de la fe de los demás”. “En la libertad de expresión, hay límites”, afirmó el Pontífice, admitiendo que “no se puede reaccionar violentamente", pero considerando “normal” que pudiera haber una respuesta ante ciertas provocaciones. Completó la idea con una analogía; si alguien dice una mala palabra en contra de su madre, bien podría “esperarse un puñetazo”.

Palabras polémicas y atípicas, pero también desafortunadas. Por supuesto que no deben sacarse de contexto—la informalidad de una charla en vuelo—tanto como ninguna reflexión sobre el ataque terrorista en París puede ignorar el contexto, mucho menos cuando uno es el jefe del Vaticano. Ese contexto es el asesinato de 17 personas: once de ellas en la redacción del semanario Charlie Hebdo, dos policías en la calle y cuatro en el supermercado Hypercacher. Ofender nunca puede ser comparable a matar.

Al menos por ahora, la reflexión central debería ser sobre las vidas perdidas, siendo que la vida es lo más sagrado. Dada la brutalidad del ataque, poco puede importar en realidad que las caricaturas hayan constituido una provocación, un argumento además evanescente. De hecho, como lógica causal pierde todo sustento en el caso de Hypercacher, excepto si uno está dispuesto a aceptar que la “provocación” de las víctimas—enfatizo las comillas—fue el haber sido clientes de un mercado kosher. El absurdo es para entender que el terrorismo no necesita motivos reales para matar, por eso es terrorismo. El fundamentalismo religioso, político e ideológico en el cual se sustenta es eficaz en fabricar la justificación. Todos los fundamentalismos lo son.

Tampoco queda claro cómo limitar la libertad de expresión, según sugiere el Papa. En un Estado constitucional, esos límites los marca la ley. Mientras las expresiones en cuestión no inciten a la violencia, por lo general son legales, es decir, son libres. Uno puede criticar a Charlie Hebdo por su contenido, su insensibilidad, su ética y su estética, pero no en su legalidad. Salvo que el Sumo Pontífice proponga la necesidad de una reconfiguración legal, en el Estado francés no existen leyes contra la blasfemia, es un Estado secular. Sería un camino jurídico en pendiente y resbaladizo, ya que son leyes propias de sistemas políticos autoritarios, muchos de ellos teocracias.

Más aun, en la literatura sobre derechos humanos existe un fuerte consenso que las leyes contra la blasfemia invitan violaciones de derecho, más que proteger supuestos derechos. Curiosamente, los expertos también coinciden en que la libertad de expresión irrestricta es condición necesaria para la libertad religiosa. Cuando existen tales restricciones, las primeras víctimas son las minorías religiosas, justamente, como es el caso de los cristianos en muchos lugares del medio oriente, una minoría religiosa por cuyos derechos el propio Papa implora con frecuencia.

No es la libertad de expresión, entonces, lo que hay que limitar, sino el fundamentalismo. No es la burla lo que hay que restringir, sino la intolerancia. Normalizar la idea que la ofensa de lo sagrado legitima una reacción, solo puede llevarnos al mundo de la justicia por mano propia.

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Francisco es un Papa real, en contacto con la gente de a pie. Es un Papa cercano y humano, tan humano que hoy probó ser falible. En hora buena.

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