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PENSÁNDOLO BIEN...
Columna
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Una verdad histriónica

La matanza en Iguala no es un problema de verosimilitud, sino de credibilidad. Las autoridades no han ocultado su deseo de minimizar el asunto y dejarlo atrás

Jorge Zepeda Patterson

No es un asunto de verosimilitud, sino de credibilidad. No es que no pueda ser cierto, es que cuesta creerles. Que el crimen desorganizado haya confundido a los estudiantes de Ayotzinapa con miembros de un cartel rival y los haya asesinado no es algo imposible. Salvajismo les sobra, estupidez también; el cartel Los Guerreros Unidos no son precisamente el profesor Moriarty, ni les caracteriza una talentosa mente criminal.

El problema es que la autoridad responsable no ha ocultado a lo largo de 120 días su deseo de minimizar el asunto y dejarlo atrás. Muchas ganas de darle vuelta a la hoja y muy pocas de resolverlo. Desde el 27 de septiembre la opinión pública ha podido dar cuenta de la manera en que el ejecutivo federal intentó abordar la matanza como un incidente más de la larga sangría que impone la inseguridad en México. Como si invocar al hoyo negro cósmico que ya se ha tragado a 22.000 desaparecidos los eximiera, también en esta ocasión, del trabajo de investigar. Sólo cuando la prensa mundial y los organismos internacionales mostraron que la indignación no cedía, el Gobierno entendió que la muerte de 43 estudiantes disidentes no podía colgarse en el limbo de las cosas perdidas.

De hecho la primera mención que hace el presidente sobre el tema fue una declaración absolutamente desafortunada. Trató de sacudirse toda responsabilidad señalando que se trataba de un asunto que involucraba a las autoridades locales, tanto municipales como estatales. Casi como si aprovechara el escándalo para desgastar a la oposición, toda vez que Iguala y Guerrero están encabezadas por miembros del PRD. Se dio cuenta que la estrategia había sido equivocada cuando advirtió que la opinión pública internacional no hacía diferencia entre gobiernos locales y federales. Para el resto del mundo, la atrocidad era imputable al orden de cosas que prevalecía en el México gobernado por Peña Nieto.

El 29 de octubre el presidente finalmente aceptó intervenir y recibió en Los Pinos a los padres de los jóvenes desaparecidos. Prefirió que vinieran a visitarlo que acudir a Iguala, como se lo había pedido, entre otros, un editorial del Financial Times, argumentando que el Gobierno tenía que cambiar su estrategia. Sólo la casa presidencial no veía lo que el resto del mundo. Lo dejó claro un incidente días más tarde en España. El sábado 8 de noviembre un autobús de pasajeros se accidentó en Murcia y murieron 14 personas. Dos días más tarde los reyes de España acudieron al pueblo de Bullas para presidir el funeral y presentar sus condolencias a los familiares. Una medida de respeto y solidaridad con las víctimas. Peña Nieto esperó 33 días para aceptar que los padres lo visitaran en su casa.

Harto de las marchas ciudadanas de protesta, el 4 de diciembre en Acapulco, a 191 kilómetros de Iguala (lo más cerca que ha llegado del lugar de la tragedia), hizo un llamado a la opinión pública y a los padres de familia: “Pido un esfuerzo colectivo para que vayamos hacía delante y podamos realmente superar este momento de dolor”. Las palabras del presidente provocaron furor en las redes sociales en cuestión de minutos y colocaron el hashtag #YaSupérenlo como tendencia nacional en Twitter. Memes de una y otra índole preguntaban al mandatario si él podría superar el asesinato de un hijo en materia de semanas. Peor aún, la declaración presidencial fue asumida, otra vez, como muestra de que el Gobierno no estaba comprometido con su responsabilidad de esclarecer la verdad sino en dejar atrás los hechos. Tres semanas antes, el procurador Murillo Karam había soltado un desafortunado "ya me cansé" en relación a la investigación de la que era responsable.

Ciertamente hay confesiones de los presuntos culpables materiales del asesinato. Pero también es cierto que la justicia mexicana se ha caracterizado por su habilidad para producir revelaciones incriminadoras a golpes. Peor aún, los fiscales y ministerios públicos tienen un largo historial de investigaciones y fallos arbitrarios para acomodarse a las necesidades políticas del soberano. Y Peña Nieto y su Gobierno han dejado muy pocas dudas de cuáles eran sus necesidades políticas en este caso.

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La autoridad enfrenta una terrible paradoja. Podría estar documentando una verdad ("una verdad histórica", dijo Murillo Karam) para vender una enorme mentira: pretender que se ha hecho justicia. No sé si sean verdades históricas, pero sí que son verdades histriónicas. Con el dictamen del procurador Murillo la tragedia de Ayotzinapa queda "zanjada" judicialmente. Para desgracia del Gobierno y de México, el tema hace rato que dejó de ser judicial para hacerse político. Y políticamente esto está muy lejos de haberse resuelto.

Twitter: @jorgezepedap

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