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Cartas de Cuévano
Columna
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Cantos de sombras

Los poetas reunidos en antología de los muertos de 1914-1918 parecen aquilatar el milagro de una espiga que se mantiene erguida en medio de un campo sangrado

John William Streets, minero de carbón inglés, peleó en Egipto y murió en combate en algún lugar de Francia entre 1916 y 1917; Charles Hamilton Sorley estudió en Cambridge y Oxford y murió con grado de capitán, cerca de Hulluch; Alan Seeger nació en Nueva York, pero se formó en México, país que recorrió amplia e intensamente impresionado por sus paisajes. En 1914 se alistó en la Legión Extranjera y murió en Belloy-en-Santerre en julio de 1916; Colwyn Philipps fue Guardia Real de las tropas birtánicas y murió en Francia el 13 de mayo de 1915; Carles Pèguy nació en Orleans y murió con grado de teniente, defendiendo París, entre el Sena y el Marne, el 5 de septiembre de 1914; W.H. Littlejohn militó en las filas británicas como sargento y murió en batalla el 10 de abril de 1917; John Grenfell había militado con tropas inglesas en la India en 1911 y alcanzó el grado de capitán peleando por Francia en Flandes. Habiendo recibido un balazo en el cráneo en marzo de 1915, cerca de Yprés, murió en Bolonia dos meses después; Louis Gendreau nació en La Roche-Calais y murió durante un heroico lanzamiento contra trincheras alemanas que él encabezó animando a la tropa que lo seguía el 13 d enero de 1915 durante la batalla de Crony; Jacques de Choudens nació en Binic, en las Costas del Norte de Francia. Fue herido en la batalla de Charloroi y murió en batalla el 13 d ejunio de 1915; Leslie Coulson nació en Ingalterra y sirvió al ejército inglés en Egipto, Malta y Gallipoli. Volvió a Francia y murió, cerca del Somme, el 7 de octubre de 1916; Rupert Brook nació en Rugby, Inglaterra y viajó por el mundo –al que le dio la vuelta en dos ocasiones. Al alistarse en el ejército inglés luchó en el norte de Francia y pasó como parte de la marina británica, como subteniente, a la lucha en los Dardanelos. Murió en el mar Egeo el día de San Jorge de 1915; Maurice Bouignol, poeta desde joven, luchó con el ejército francés en la retirada de Charleroi, en la batalla del Marne, en la defensa de Verdun, en Argona, en el Aisne y en el Somme, donde murió exhortando a sus tropas al cavar una trinchera bajo intenso fuego alemán; Jean Allard nació en Saint-Mande en Francia y murió en Pierrefont el 22 de agosto de 1914.

Todos los hombres mencionado en el párrafo anterior nacieron a finales del siglo XIX y del XX, no pasaron de la segunda década con vida al morir todos en batalla, ya en los campos ensangrentados o en tiendas de campaña habilitadas como enfermerías durante esa larga tragedia que conocemos como Primera Guerra Mundial. Todos los hombres mencionados en ese primer párrafo militan en la Antología de Poetas Muertos 1914-1918, reunida y traducida por Pedro Requena Legarreta, prologada con un lúcido ensayo y presentación de Antonio Castro Leal y publicada en 1919 en la colección Cvltvra, aún con Europa envuelta en el olor que había dejado la pólvora y millones de vidas devastadas. Cvltvra fue una de las más importantes empresas editoriales de México durante la primera mitad del siglo XX y entre 1915 y 1923 publicó auténticas joyas biliográficas, hoy casi inencontrables, con una importante nómina de autores, entre los que destacan Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Luis G. Urbina y Manuel Toussaint.

Se siguen cumpliendo cien años de la necia guerra entre primos hermanos que arrasó a Europa, desde los viñedos de Francia hasta los vastos campos de lo que se llamaba Imperio Austro-Húngaro, los valles y montañas de Alemania, las costas de África y casi toda la piel, con sus mares, de ese mundo dentro del mundo cuyos ríos de música y pintura, libros y catedrales, ciudades intemporales y banderas tricolores parecían dictar el orden de todos los mundos. Ahora, a un siglo de esa guerra que sigue derramando párrafos en torno a las razones de su sinrazón, es un encomiable acierto que la editorial DGE/Equilibrista publique una nueva edición, aunque no facsimilar casi intonsa, de la Antología de Poetas Muertos 1914-1918, de Requena con Castro Leal al frente.

Para no olvidar jamás, Carlos Fuentes acostumbraba de tarde en tarde extender sus paseos por la ciudad de Londres con un recorrido que lo llevaba –a paso seguro y más que veloz—por el laberinto de un cementerio (de cuyo nombre no puedo acordarme) donde se alineaban en perfecta cuadrícula las tumbas enigmáticamente blancas de toda una generación de jóvenes ingleses, muertos todos en la Gran Guerra. Toda una generación que no llegó a volver a sus hogares y sus mundos, creyendo haberse enlistado en un conflicto entre reyes que no duraría más de dos semanas y toda una generación sobreviviente de deudos, amigos, viudas e incluso hijos que no podrían prever ni quizá imaginar que dos décadas después volvería Europa a mancharse de pólvora, sangre y destrucción.

Algo de ese ánimo subyace en la antología de voces y versos que claman desde las sombras de las trincheras, pero también la increíble persistencia del ánimo propiamente poético en medio del lodo y tanta muerte. Quien es poeta alaba cada amanecer, incluso cuando ha pasado la noche en vela iluminado no por las estrellas sino por las constantes bengalas que anuncian otro bombardeo; quien es poeta celebra las flores rojas que inexplicablemente florecen sobre las tumbas recién cavadas y la quietud de la madrugada cuando incluso el enemigo parece pactar una tregua para que cada parte contendiente recoja los cadáveres de tanto semejante ya muerto.

Con tino –no sólo en la traducción de las palabras que conforman los versos, sino también en la selección de los poemas mismos—Pedro Requena elaboró un testimonio colectivo, variopinto y diverso, donde se juntan hombres que quizá no habían merecido atención en los gruesos libros de la Historia con mayúscula. Hablo de los soldados, hombres de uniforme que bien dan o reciben órdenes, marchan y disparan, matan y salvan vidas, que en otra vida habían ya publicado poemas, o escribían en periódicos sus crónicas universitarias o soñaban con cuajar algún día las tramas de una novela sobre su vejez. Sabemos de muchos testimonios que han dado pie para obras de teatro e incluso películas de largometraje, sabemos los nombres de los generales y de las principales batallas, pero quizá obviábamos el milagro que parecía imposible de que a un joven al filo de su muerte se le ocurra dedicar las pocas horas de quietud en las trincheras no sólo a la contemplación indefinida de las fotografías borrosas de una mujer, o al eco callado de una cierta música que escuchaba en su casa, sino a pergeñar con la punta de un lápiz desgastado los versos verdaderamente más tristes o el poema más esperanzador posible.

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Todos los poetas reunidos en antología de los muertos de 1914-1918 (que no son los únicos escritores que perdieron la pluma y la vida durante esa necia guerra) parecen aquilatar el milagro de una espiga que se mantiene erguida en medio de un campo sangrado y parecen fijar su tristeza cuando marchan sobre pétalos aplastados en el lodo. Todos parecen llevar en la saliva el callado heroísmo de los anónimos que se lanzan de frente ante un muro de bayonetas y todos parecen ni temblar ante una carga anacrónica de caballería habiendo visto la aparición inconcebible del primer tanque o los primeros bombardeos aéreos y, sin embargo, todos parecen incluir en sus poemas los personales páramos de sus nostalgias y los convencidos anhelos de su particular esperanza. Todos ellos poetas muertos, que charlaban en las trincheras con camaradas que a los pocos instantes caían descerebrados por una bala que los ubicó gracias a la tenue luz de un cigarrillo; Todos ellos poetas muertos que volvían a sus trincheras a rastras, con tierra en la boca y manchados de sangre y lodo, para tomar el thé a la hora precisa o agradecer la única taza de peltre con café; Todos en el mural irracional de las guerras donde los mandos se mantenían a distancia, las grandes capitales mantenían intacto el ritmo de los teatros y cabarets… y un siglo después, cualquier anónimo lector puede agradecer sus versos para confirmar que cada página del calendario ha de vivirse con la mirada abierta al paisaje y todos sus detalles, con el ánimo callado de quien mira con detenimiento el caos de toda locura que nos rodea y la voz callada de la lectura que mantiene intactas las voces de todas las sombras.

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