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Tribuna
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Salir a la calle

Fernández de Kirchner imita al poeta romano Horacio: “El pueblo me silba, pero yo me aplaudo en casa”

La relación de los líderes con la calle es uno de los temas más apasionantes de la política. La voz del pueblo puede ser una enorme fuente de energía; un diálogo mágico entre el poder y la gente; o bien, una herramienta de división y amenaza, un ruido insoportable que penetra el aislamiento en el que se refugian quienes creen tener toda la verdad y no soportan oír voces disonantes.

“La mas maravillosa música, que es la voz del pueblo argentino”, a la que se refirió Perón en su discurso póstumo ante una desbordante Plaza de Mayo, puede también convertirse en un alarido insoportable al que hay que descalificar como “representante de los peores intereses antipopulares”. El trayecto de los autócratas es un clásico de la política. Proyectados al poder por el clamor popular, a medida que baja el respaldo van desarrollando las diversas estrategias para instalar el silencio. Fueron las rejas de los palacios, los estadios plenos de aplausos propios, la persecución a los medios de prensa. Luego, a medida que avanza el descontento, los ámbitos de elogio son cada vez más pequeños y, en tiempos modernos, la prohibición de internet y las redes sociales.

Imitando al gran poeta romano Horacio, queda el último consuelo antes del precipicio: “El pueblo me silba, pero yo me aplaudo en casa”. Lo paradójico es que esta secuencia se ha dado en el marco de Gobiernos de diversos tipos cuyo lugar en el mundo fue auto justificado como el de defender intereses populares cuya voz resultó finalmente intolerable.

En las buenas democracias, el pueblo forma parte del proceso de enriquecimiento entre el poder y la gente

Otra característica común a aquellos que niegan el derecho a hablar, tiene que ver con una idea que no es solo propia de estos tiempos argentinos: afectar el relato. La autocracia es una forma de gobernar argumentada por la necesidad de contar con poder para cumplir una misión histórica que no acepta disonancias que la alejen de un cometido que el conductor narra sin fisuras. Quienes se atreven a generar disonancias, con ruidos no deseados, merecen adjetivos que justifican además del silencio, castigos diversos: reaccionarios, oligarcas, gorilas, golpistas, judaizantes, pitiyanquis, son parte de un catálogo que se alimenta cotidianamente.

La voz del pueblo no se manifiesta necesariamente en enormes concentraciones. Pueden ser voces débiles que piden reivindicaciones elementales, como las de los pocos miembros de un pueblo originario, los Qom, que exigían respeto a sus tierras en un pequeño campamento en la ciudad de Buenos Aires y que fueron duramente reprimidos. Su “pecado” fue mostrar que los derechos de los más pobres de los pobres no podían primar por sobre las alianzas políticas con los socios del poder central.

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En las buenas democracias, la voz del pueblo forma parte del proceso de enriquecimiento de la relación entre el poder y la gente. La historia está llena de voces virtuosas que han producido cambios extraordinarios, porque aun cuando pueda haber habido violencia, las instituciones democráticas se adaptaron y cambiaron para responder a las nuevas agendas que se demandaban, como sucedió con muchas de las luchas por los derechos civiles de las minorías. En la Argentina de hoy, todas estas reflexiones cobran triste realidad, cuando la calle vuelve a ser el espacio de la disonancia contra la pretensión de controlar las voces que piden una justicia independiente.

No solo una buena democracia, también una hábil política, podrían haber reducido las voces y transitado el tiempo que falta para el cambio de gobierno sin mayores sobresaltos. Cuando los inteligentes y aún los gatopardistas saben hacer de cada crisis una oportunidad, pequeños y grandes gestos pueden canalizar el descontento para evitar el conflicto y la inestabilidad. Pero en nuestro caso- que no es raro en la historia de las autocracias- para el Gobierno parece que, más importante que pacificar, es utilizar el triste episodio Nisman para marcar diferencias con los adversarios, consolidar el frente propio y ampliar el campo de batalla, soñando tal vez con que la pureza política (lo que ello quiera decir), le asegure un lugar en la historia.

Mientras la presidenta sigue el consejo de Horacio y escucha sus propios aplausos, nosotros, los opositores, debemos llenar nuestros oídos, corazones y cabezas del ruido de las voces de la calle…o del silencio de la calle, que suena aún más fuerte. Allí iremos, de modo de profundizar nuestro compromiso con una buena democracia, en la que el poder dialogue permanentemente con esas voces y a través de las herramientas que nos da la Constitución, y avancemos así hacia la construcción de una buena sociedad.

Eduardo Amadeo, exembajador argentino en EE UU y exdiputado. Twitter @eduardoamadeo

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