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Tribuna
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WhatsApp y Brasil

El clima de sospecha instaurado en la sociedad brasileña alcanza hasta la mensajería electrónica

Juan Arias

Con motivo de las manifestaciones anunciadas para el 15 de marzo contra el Gobierno de la presidenta Dilma Rousseff y contra los escándalos de corrupción de Petrobras, se está creando en Brasil un peligroso clima de sospechas y caza de brujas que afecta a todos los partidos e instituciones.

Un juez del Estado de Río ha declarado bajo anonimato que se sospecha, incluso en ambientes judiciales, que bajo la decisión de paralizar por un tiempo WhatsApp en todo Brasil (tomada por su colega de Piauí Luiz Moura) pueda haber estado la mano negra del Gobierno que pretendía acallar la voz de ese poderoso instrumento de comunicación ciudadana en vísperas de las protestas.

Difícil imaginar tal maniobra, pero el caso es un ejemplo emblemático de la temperatura que está tomando el mundo de las intrigas que amenaza con enturbiar manifestaciones que han tenido ya lugar en medio mundo: en la ya mítica primavera árabe, para luchar contra viejas y violentas dictaduras, y en otros lugares, como en movimiento de los indignados de Madrid, para exigir una democracia más madura y participativa -de la que ha nacido Podemos, que ha puesto en crisis a los dos grandes partidos tradicionales (el socialista PSOE y el conservador PP), que llevan gobernando alternativamente desde el final de la dictadura militar franquista-.

Lo que preocupa a no pocos demócratas, sean del Gobierno o de la oposición, es que Brasil está aún poco acostumbrado a que la ciudadanía tome la calle para exigir más democracia y mejor calidad de vida, sin la tutela de partidos o sindicatos. Solo existió el paréntesis de las manifestaciones de junio de 2013, que la violencia acabó desbaratando.

Hoy, el temor es que cualquier tipo de reivindicación popular pueda acabar teñida de gestos antidemocráticos y del ambiente de las torcidas violentas a las que nos tienen tristemente acostumbrados algunos gremios deportivos.

Brasil está aún poco acostumbrado a que la ciudadanía tome la calle para exigir más democracia
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Ese clima de complot y sospechas ha alcanzado a figuras de peso del Estado. Un ejemplo son los recientes encuentros del ministro de Justicia, Eduardo Cardozo, con importantes empresas involucradas en el caso Lava Jato. Otro, el del ministro y el Fiscal General del Estado, Rodrigo Janot, de quien la oposición ha llegado a dudar de que su casa fuera violada a finales de enero pasado y de que su vida pueda correr peligro.

Se trataría de una maniobra más dentro de esa noria de intrigas, que se va extendiendo como una mancha de aceite y que tendría como finalidad salvar a los políticos acusados por los empresarios y directores de Petrobras detenidos y confesos.

En medio de ese clima, en el que nadie parece fiarse de nadie y en el que resulta difícil discernir el trigo de la paja, es curioso que la presidenta Rouseff -que es hoy el blanco directo de la protesta nacional, no se sabe si como presunta culpable o como chivo expiatorio- ha sido la única que ha declarado que las manifestaciones contra los gobernantes “forman parte del juego democrático”.

Es cierto que, en la conducción de la nave de una nación, tan crucial e importante es la acción del Gobierno como la del control de la oposición. Sin esta última, la democracia acaba corrompiéndose y los partidos en el poder corren el peligro de sustituir al Estado, un peligro del que se acusa en este momento al Partido de los Trabajadores tras 12 años en el poder (al que no estaría dispuesto a renunciar a ningún precio).

Es importante que los políticos y gobernantes, tanto del Gobierno como de la oposición, no olviden que en este momento en el mundo (y cada vez más en Brasil) está naciendo, junto a la oposición oficial de los partidos, la de las redes de Internet donde por primera vez en la historia contemporánea ciudadanos no organizados tienen la posibilidad y el derecho de ejercer su poder de crítica y de participar en el debate político.

La sola posibilidad de que detrás de la decisión del juez Moura de interrumpir el servicio de WhatsApp en Brasil -justo en este momento de alta temperatura de descontento y de crítica al Gobierno- pueda haber habido un deseo no confesado de censura, es ya una prueba del miedo que late bajo esas sospechas de lo que el expresidente Lula da Silva llama lucha de “unos contra otros”.

Es cierto, sin embargo, que en estos momentos difíciles para una democracia joven como la de Brasil toda precaución es poca por parte de los que tienen la máxima responsabilidad del Estado. Como ha escrito el periodista André Singer, en ciertos momentos críticos de un país “se sabe dónde las cosas comienzan pero no dónde pueden acabar”.

Todo está permitido en un juego limpio de debate y de pasión política, donde a veces se juega el futuro de un país. Incluso la crítica franca y hasta dura. Pero dos cosas deberían quedar fuera: la incitación directa o indirecta a la pelea y la tentación de amordazar ese río de expresión libre de las redes sociales.

Como escribí en este mismo diario, en los momentos más críticos y peligrosos contra la democracia los brasileños supieron salir juntos a la calle para defender las libertades.

En los momentos más críticos y peligrosos contra la democracia los brasileños supieron salir juntos a la calle para defender las libertades

En los carnavales pasados Brasil dio al mundo el ejemplo de millones de ciudadanos que, sin etiquetas políticas ni sociales, supieron ocupar pacíficamente las calles en una explosión de disfrute corporal. ¿Por qué no repetirlo en clave política con las mismas características y pasión?

Pueden salir (unos el 13 de marzo a la calle como al parecer pretende hacer el PT en defensa de Dilma Rousseff, y otros el dia 15 quienes piensan de otro modo), pero sin guerras. Que triunfe, al final, la fuerza de las ideas y de las convicciones, pero nunca los unos contra los otros.

Brasil ya pasó felizmente el Rubicón de gobiernos conquistados con las armas y los ejércitos. Que ahora, en la búsqueda de una democracia más amplia, dejen de resonar consignas bélicas para dar paso a una dialéctica de convicciones defendidas con la pasión que engendra la vocación democrática y la defensa de los derechos humanos.

La democracia oficial y organizada de partidos y gobiernos puede usar sus medios democráticos para defenderse de las críticas de la calle exigente, perpleja y airada y a veces avergonzada ante tanta corrupción e impunidad. Lo que no es posible es pretender bajo ningún subterfugio intentar amordazar la voz libre de los ciudadanos que no tienen otro poder, fuera del voto cada cuatro años, que expresarse a través de las redes sociales.

Hasta ahora, que yo sepa, el WhatsApp ha sido prohibido solo en la convulsa Siria. Hasta Arabia Saudita, que intentó hacerlo bajo la excusa de la defensa del terrorismo, dio marcha atrás.

Si alguien ha llegado a pensar en atentar contra ese instrumento de protesta social no organizada, mejor que se olvide. Los brasileños, todos, hasta la nueva clase C (un ejército de 45 millones salidos de la pobreza) ya le han tomado el gusto a ese poderoso instrumento de comunicación y mal soportarían renunciar a él.

Difícil para todos, Gobierno y oposición oficial, domeñar a esa fiera de las redes sociales que recorre el mundo de hoy y que puede dejarse acariciar pacíficamente como amenazar con sus garras. El poder político institucional deberá tratarla como mínimo con respeto sin intentar ni instrumentalizarla ni vaciarla de su fuerza original.

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