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CARTAS DE CUÉVANO
Columna
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Toto

Me pregunto si mi hermano me perdone no haber volado a Guanajuato en el instante en que se iba para recorrer callejones

Antonio mi hermano vino al mundo para hacerlo sonreír. Al menos, eso se propuso hacer desde que era niño rubio hasta que ya de adulto perfeccionó en su rostro la rara habilidad de sonreír con la mirada y así, convertir la ligera media luna de sus labios en el espejo por donde toda noticia del mundo y cada conversación del universo parecía entonces digerirse mejor sonriendo. Toto le sonrió a la vida en cada paso de su aventura por este mundo con el carisma innato del travieso constante, fundador del adolescente Club de los Metemanos (que lo mismo robaba golosinas a las puertas del colegio o lograba colarse en bailes de quinceañeras desconocidas); estudiante más que popular, populoso de peluche y bonachón hasta en los inventos que lo llevaron a convencer a toda la ciudad de Guanajuato de un clamor cantinero convertido en campaña universitaria: ¡Toto para Rector!, la hilarante y descabellada marea de boca en boca donde no pocos estudiantes intentábamos convencernos de la utopía: un Sancho Panza abrazable para todos los días y cualquier clima, más propenso a enfrentar gigantes que a definirlos como molinos de viento.

Ese regordete entrañable se convirtió al paso de quién sabe cuántos semestres en abogado de causas perdidas y consejero de clientes insolventes, encarnado como el Derecho al servicio de los locatarios del mercado que sólo podían pagarle sus litigios con canastas de frutas o verduras y el magistrado sin toga que abogaba por las meretrices indigentes (que intentaban infructuosamente pagarle también en especie). Como hijo, hermano, padre e incluso joven abuelo desde hace un par de años, Toto aprovechó cada sobremesa para intentar la relajación terapéutica de una carcajada o su bendita terapia de saber escuchar a los demás –a todos los demás del Universo Mundial—con la bondad y bonhomía a flor de cara.

Toto fue un ser que parecía llevar luz bajo la piel, cariñoso hasta en los mínimos momentos de intolerancia o hartazgo ante los abusos, injusticias y tan malos acomodos que a menudo distinguen a la realidad que nos rodea, pero sobre todo, un hombre enamorado de su mujer desde que le inventó un apodo para que todos creyéramos que iba por frijoles al mercado, aunque ya sabíamos que ese mandado se llamaba Alicia, ambos quinceañeros, ambos juntos más de treinta y cinco años…

Mi hermano Antonio, sonriente incluso al verlo por última vez en el féretro sobre el que deposité ayer su ejemplar de un nuevo libro que quiso el azar que presentara en público el mismo día en que su corazón inmenso dejó de latir ya para siempre. Solsticio de infarto (Almadía, 2014) se presentó ayer mismo en el Palacio de Minería de la Ciudad de México con toda la magia del artista Alejandro Magallanes que lo diseñó bordando en portada la caricatura de mi propio corazón; presentación de tendidos llenos con la música entrañable de Fernando Rivera Calderón, trovador y juglar de nuestros tiempos, acompañado por las hermosas voces y cuerdas de Santiago y Sebastián y un luminoso texto de Hernán Bravo Varela, que se hacía eco del impagable prólogo que escribió Juan Villoro para ese libro donde se me regaló la oportunidad de tomar conciencia de la inmensa gratitud con los demás y profundo compromiso con la vida misma que contraigo en cada párrafo y cada paso de cada día, todos los días.

Toto fue un ser que parecía llevar luz bajo la piel, cariñoso hasta en los mínimos momentos de intolerancia o hartazgo ante los abusos

Superado hace tres lustros el eclipse temporal de un cáncer que parecía fatal y hace apenas cinco años el solsticio de dos infartos que parecían desenlace fatal, me pregunto si Toto mi hermano me perdone y aliente el milagro de seguir aquí vivo, pergeñando palabras para intentar honrar su sonrisa y superar incluso el título de un libro de tapas moradas, obispo de luto ritual que en realidad, ya queda como salvoconducto para tantos cuentos y por lo menos una novela que le debo a mi hermano. Me pregunto si Toto mi hermano me perdone no haber volado a Guanajuato en el instante en que se iba para recorrer ambos ya sin tiempo de por medio nuestros callejones de Cuévano, ya convertidos ambos en personajes fieles de toda la literatura de Jorge Ibargüengoitia, pero me esperé hasta cumplir con la presentación de ese libro ya tan nuestro y de los lectores, conocidos y anónimos, que hicieron filas para agotarlo, firmarlo, regalarlo y así multiplicar el milagro casi inexplicable de que alguien escribe para que se convierta en tinta morada la sincronía, el azar y la coincidencia con alguien que nos lee precisamente para recordarnos que no estamos nunca solos, aunque la soledad del silencio parezca a veces tan dolorosamente no más que latidos de ausencias.

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Me pregunto si mi hermano Antonio me perdone que estas líneas no sean sólo las flores lilas con las que me despido por ahora de él para congelar ya para siempre su sonrisa en cada jacaranda, pues sucede que tampoco quiero endilgarle a los lectores de este diario que me honran con leerme una íntima ventana de dolores personales, quizá indiscreta de tan íntima. Como ya saben, no pasa un solo párrafo sin que se entreveren en mi pluma los deseos de la ilusión o la tentación de la ficción con la cruda realidad ineludible y me pregunto entonces si vosotros, todos ustedes y el propio Toto me perdonen que hable también hoy de un delincuente llamado Servando Gómez Martínez, inicialmente conocido como El Profe (como título de Cantinflas) y ahora ya mundialmente mentado como La Tuta.

A menudo intento distinguir la diferencia entre prójimos y próximos con el afán de ecualizar el antojo de la palabra Igualdad con la contundente verdad donde se confirma que, en realidad, no somos iguales entre políticos mentirosos, poderosos despiadados, empresarios abusivos y asesinos confesos. Que la mera fonética me permita hablar en un mismo texto sobre mi Toto y la Tuta debe de servir para lamentar dolorosamente la ausencia de un buen hombre, tanto como para celebrar el encarcelamiento de un auténtico animal del crimen organizado que tanta sangre y dolor ha derramado sobre el paisaje donde nos confunden.

La Tuta fue tercero en el orden siniestro de la mal-llamada Familia Michoacana, por debajo de Nazario Moreno y José de Jesús Méndez. Entre las disputas y diferencias del Chayo Moreno y el Chango Méndez, Tuta se escindió de ese grupo criminal para fundar la descabellada y siniestra organización de los Caballeros Templarios. ¿Cómo no imaginar la metáfora de un zoológico o suponer la jugosa trama de una breve novela muy sangrienta, surrealista e ibargüengoitiana? Servando Gómez La Tuta, estudió en la Escuela Normal de Arteaga en la Sierra Michoacana y hasta el año pasado conservaba no sólo su plaza de profesor, ya sin aula ni alumnos desde hace años, aunque cobraba su cuota correspondiente; fue agricultor que en una clara equivocación de su maldad llegó incluso a fundar centros de ayuda para jóvenes adictos a las drogas, para luego corregir su rumbo y convertirse él mismo en traficante de psicotrópicos y estupefacientes.

El Profe se reprobaba a sí mismo para encarnarse en el enigmático monstruo que se dejaba besar la mano por amedrentados incautos que lo veían como Robin Hood, llamándole ya La Tuta al hombre que parecía ya viejito regalando billetes por las calles de Tumbiscatío y en las rancherías aledañas, filmándose él mismo en videos que subía a YouTube como telepredicador del crimen al servicio de la injusticia en propia mano. Astuto delincuente que también se hizo grabar y filmar en sus cochupos y contubernios con políticos coludidos con sus redes, pero en el fondo un perfecto imbécil, sabio en sus conclusiones con las que se definía como espejo de Emiliano Zapata o Francisco Villa (“un delincuentazo”, según declaró ante las cámaras de Mundo Fox) y muy aficionado a las peores versiones de la música vernácula y las peleas de gallos.

Agreguemos las dizque secretas ceremonias donde los Templarios a la Michoacana se calzaban sabanas blancas y rezaban latinajos y padrenuestros como dementes medievales, ya desquiciado el orden en toda la comarca, ya confundida entre tanta ignorancia y terror la diferencia entre Fuenteovejuna y Parácuaro, Nottingham Forest y los Bosques de Mil Cumbres, el Fraile Tuck con La Tuta como predicador de un terror que vendía a balazos como solución a nada… y así, entre tanta confusión celebro que hoy duerma en una celda lo más mínima posible Servando Gómez Martínez, La Tuta, que en nada se parece y nada tiene que ver con un ser de pura luz, hombre honesto, gordo entrañable, carcajada instantánea, mirada incandescente y pura energía de verdad: mi hermano Toto que en medio de la madrugada más negra, allí al lado de lo parece nube, me sigue sonriendo.

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