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MIEDO A LA LIBERTAD
Tribuna
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Colombia: los pilares de la tierra

Si el presidente Santos se atreve a escriturar la tierra y a dársela a su pueblo, entonces sí habrá estallado la paz

En algunas situaciones, lo más imprudente es ser prudente. El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, tiene claro que el arco de bóveda de las conversaciones de su Gobierno con la guerrilla de las FARC en Cuba es encontrar la paz dentro de un marco de justicia.

Santos camina decidido hacia un nuevo modelo de pacto. Colombia siempre ha sido un país con una extraordinaria personalidad en América Latina. Es rico, pero está construido sobre la exclusión social, con una separación dramática entre los señores feudales de la tierra y una capital, Bogotá, con un sistema fiscal casi europeo. Y el único, al menos en la región, que lleva cinco décadas de guerra civil ininterrumpida.

La tierra colombiana es roja no sólo por su pigmentación, también por toda la sangre derramada: más de 200.000 personas han muerto en el conflicto. Como recordó el expresidente colombiano César Gaviria la semana pasada en el Foro por la Paz de Madrid, cuando Colombia celebró el primer centenario de su independencia, el presidente de aquella época, Carlos Eugenio Restrepo, dijo: “No hay nada que celebrar”.

Los segundos cien años, que no fueron de soledad, pero que siguieron con esa singularidad y ese mundo onírico entre lo real, lo violento, lo sensible y lo bello, también estuvieron marcados por la desigualdad, fundada en varios hechos.

Primero, el origen de los enfrentamientos está en la distribución de la tierra, que sería el segundo arco a desarrollar para garantizar que estas negociaciones sienten las bases de la nueva historia por comenzar. Porque con solo el 21% del campo registrado, el éxito del desarrollo social en el posconflicto resulta improbable.

Segundo, el comportamiento como auténticos señores feudales de los grandes terratenientes colombianos, un sistema que tiene que acabar como la guerra civil, o los grandes capos del narco como Pablo Escobar, que nunca fueron unos Robin Hood. El tercero, la necesidad de vivir en el filo de la navaja porque en Colombia todo es fuerte: el entorno, los desafíos, la naturaleza y el precio de la vida.

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El despojo de más de cinco millones de hectáreas de tierra y el desplazamiento de seis millones de personas en los últimos 20 años explican el enconamiento de un Ejército dividido en dos: el que sirve al Estado, y las FARC, además de los paramilitares a las órdenes de los grandes empresarios.

En la negociación, el hecho de colocar frente a frente a los generales de ambos bandos, que hasta ayer se encontraban en el campo de batalla, es un sistema inusual de negociar un proceso de paz, quitándoselo de las manos a los políticos o mediadores habituales. El éxito de la operación dependerá en gran parte de la relevancia que se les dé a las víctimas. Una cosa es estar presente en el proceso y otra, que se las tenga en cuenta.

Asimismo, nombrar a un ministro del Posconflicto, como el general Naranjo, es otra rara capacidad de anticipación. Es como si en medio de la Segunda Guerra Mundial, los contendientes hubieran nombrado con antelación a los Gobiernos o a los responsables de administrar lo que quedara tras la guerra.

Pero lo más impresionante es resolver por primera vez ese problema endémico que engloba todos los demás: acabar con la tierra como el gran pretexto de la dictadura moral y del desajuste social que explica la violencia que han sufrido los colombianos.

Este proyecto, realmente el primero del siglo XXI, tiene otro hecho diferenciador: nunca en todos los procesos de paz fallidos con las FARC se había puesto este espíritu, ni se habían dado las condiciones para lograrlo decisivamente.

Los 2.219 kilómetros de frontera de Colombia con Venezuela explican que ambos países son una misma realidad como le pasa a México con Estados Unidos. Cuatro millones y medio de colombianos desplazados hacia Venezuela explican también que lo que le pase a Caracas le pasa a Bogotá.

Y en La Habana de los Castro, el mundo no solo aprobará o no un acuerdo de paz definitivo entre los militares, el Estado colombiano y las FARC, sino que se trata de la primera vez que la guerrilla no quiere destruir la Constitución, sino hacer que se cumpla la de 1991, que da un estatus a la oposición política.

Han sido más de cien años de todo; entre otras cosas, de soledad. Ahora, es muy loable reconocer a un Gobierno en el que peligran no los ministros de Defensa o de Interior, sino el de Agricultura por una razón elemental: si Santos se atreve a escriturar la tierra y a dársela a su pueblo, entonces sí habrá estallado la paz.

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