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Cartas de Cuévano
Columna
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De caballeros andantes

Una escritora mexicana halla frases idénticas en un texto de Arturo Pérez-Reverte, quien califica de "disparate" el asunto

Hace poco menos de medio siglo, alguien le preguntó al autor de Cien años de soledad por qué escribía; se sabe que Gabriel García Márquez respondió que él escribía para que lo quisieran más sus amigos. Lo que no saben muchos es que la pregunta se formuló a las puertas de una agencia de publicidad en la Ciudad de México donde colaboraba Gabo y ante varios testigos entrañables, entre ellos Jomí García Ascot (a quien posteriormente estaría dedicada esa novela infinita, junto con su mujer María Luisa Elío) y que quien hizo la pregunta fue Jaime Muñoz de Baena, caballero andante de inteligencia instantánea y gracia ejemplar, chispazo de humor al dente y lector voraz. Don Jaime murió hoy en la misma Ciudad de México a donde llegó hace tres cuartos de siglo como distinguido refugiado, entre todos los distinguidos exiliados españoles que tuvieron que transterrarse lejos de España por culpa y desgracia de lo que bien llama José de la Colina, la Guerra Incivil.

Muñoz de Baena fue un joven que llegó a las trincheras de la mano de Sofía Blasco, su madre que también tuvo que optar por el mono azul de miliciano siendo escritora y conferencista destacada para defender la legitimidad de una República mancillada por quienes se hacían eco de proclamas tan irracionales como gritarle a Unamuno en Salamanca su ¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!, y ambos –madre e hijo—habían escuchado un lamento premonitorio de la abuela en los albores de 1936, antes del alzamiento militar, cuando en su casa de Bailén en plena Plaza de Oriente de Madrid, la nona predijo que la familia habría de terminar en México. Un pensamiento sin fundamento, pero que llevó razón al florecer de este lado del Atlántico el intelecto de su nieto Jaime y de tantos otros españoles que llegaron a la geografía que parecía cuerno de la abundancia (y hoy, diván de psicoanalista) para abonar la industria, la cultura, las artes, la panadería, el comercio, toros y deportes de un país que al paso de los años se volvió también suyo.

Prefiero concentrarme en que Don Jaime Muñoz de Baena fue un caballero andante de libros

De Muñoz de Baena puedo evocar lo que celebran quienes trabajaron con él en el mundo de la publicidad y los negocios: que si fue aliento y mecenas de poetas ahora consagrados o inquieto visionario de eso que ahora llaman marketing; que si su figura de caballero inglés de tweed y bigote retorcido inspiró a la publicidad de una afamada marca de calcetines que acentuaba la distinción de todo caballero precisamente en la prenda que separa a la pierna del pantalón o que si presenció el instante en que se bautizó como la chispa de la vida a una rara bebida gaseosa de color negro. Puedo evocar el amor que transpiró entre sus hijos, nietos y sobrinos, pero prefiero concentrarme en que Don Jaime Muñoz de Baena fue un caballero andante de libros cuya biblioteca, al entregarse como fondo privilegiado a la UNAM donde ahora reposa, provocó su ánimo el aviso de que Don Jaime se encaminaba a la última estación de su tren de vida, cuando afirmaba como un ave que “que se quedaba sin plumas”.

Con más de noventa años y la vista mermada por tantos libros leídos, Muñoz de Baena seguía andante en las madrugadas de párrafos y en las tardes de soledad, acompañado por los retratos de los caballeros que pintara El Greco en El Entierro del Conde de Orgaz. Allí figura un autorretrato del propio pintor Doménikos Theotokópoulos e incluso lo que podría ser el mejor retrato de Miguel de Cervantes Saavedra, ambos hoy testigos del último suspiro de un hombre que fue amigo de Buñuel y de García Márquez, de todos los autores que leía con la lupa de un intelecto insaciable y –como escribió Carlos Fuentes en la edición conmemorativa de Cien años de soledad— “un seductor señorito madrileño de agudo ingenio y modas británicas”.

En la ronda inexplicable de las coincidencias llega a México un libro de Arturo Pérez Reverte desafortunadamente titulado Perros e hijos de perra y publicado por Alfaguara donde una escritora mexicana reconoció no sólo un relato publicado por ella misma hace años, sino idénticas líneas, frases idénticas y otros guiños que apuntarían a confirmar un caso más de plagio en la biografía del célebre autor español. En un lance que no es muy propio de caballeros andantes, Pérez Reverte respondió que desde el inicio del texto (que versa sobre un perro llamado Sami, en el relato original y castellanizado como “Un chucho mexicano” en el firmado por Pérez Reverte) él asegura que se trata de una historia que le relató Sealtiel Alatriste y que cita el nombre de la autora del texto, Verónica Murguía, aunque queda en el aire la explicación de por qué no usar comillas cuando se escriben o transcriben las mismas palabras que ella usó en la publicación original. De Alatriste no hay nada que decir, habiéndose revelado hace años su lamentable caso como plagiario de artículos (donde justificó la ausencia de comillas como una forma de “citar al cubo”), pequeño escándalo que lo orilló a renunciar al Premio Villaurrutia de México y a su cargo como Director de Difusión Cultural de la UNAM, pero de Arturo Pérez Reverte no se ha informado si estamos ante un autor que —ávido de historias— aprovecha una sobremesa en cantina mexicana para aprenderse de memoria —o aprehender al vuelo fotográfico mental— las exactas palabras de un relato que le confía un amigo, a quien tiempo después usará como justificación o explicación de su notable mnemotecnia.

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Tampoco es de caballeros andantes la supuesta disculpa con la que Pérez Reverte respondió, aunque esa declaración sí fue recibida por una dama: la autora del relato original que ha decidido dar por zanjado el tema, considerando que se trata de una escritor consagrado, miembro distinguido de la Real Academia de la Lengua, quien insiste en considerar el asunto como un “disparate” y “malentendido”, cuando afirma que “un artículo escrito hace casi veinte años, en circunstancias que hoy, lógicamente, es difícil recordar con detalle”, pero sin responder a una serie de dudas que surgen de la vera admiración: ¿de veras es capaz Arturo Pérez Reverte de memorizar lo relatado de sobremesa, al calor de unos tequilas, de forma que un texto basado en un relato oral coincida literalmente en varias líneas o expresiones con la versión impresa de ese mismo relato? ¿En verdad cree necesario Pérez Reverte añadir a una historia mexicana expresiones donde afirma que el perro en cuestión “estuvo puritito charro” ante el veterinario y que no “dijo ándale, o híjole, o guau, que es lo menos que un perro mejicano puede decir en tales casos”, o bien, que ya cosido, vendado y curado por el veterinario, el perro (o chucho, como lo llaman en España) parecía “como si volviera con Villa de la toma de Zacatecas”? ¿Acaso la Real Academia de la Lengua acepta que uno de sus miembros insista en escribir “mejicano”, cuando con la equis en la frente de Alfonso Reyes y toda su descendencia literaria se ha logrado desaparecer del Diccionario de la RAE la palabra “Méjico”? ¿Acaso sería bien leído en la Península --¿o digamos “Metrópoli”?—que algún mexicano recurra a los Churumbeles, bailar una jota, meterle mucho “joder” y “me cago en diez” a un cuento para contextualizar su posible lectura entre chelis, macarras y chulaponas? ¿Habría que mentar el teléfono de Moscardó en el Alcázar de Toledo para ambientar algún cuento sobre las llamadas a “cobro revertido” desde Madrid a México, como para convencer a Pedro Almodóvar para un posible guión de enredos, considerando que el cineasta manchego fue antaño telefonista en la Gran Vía?

De Arturo Pérez Reverte no se ha informado si estamos ante un autor que aprovecha una sobremesa en cantina mexicana para aprenderse de memoria las exactas palabras de un relato que le confía un amigo

Así como sucede con el inglés que separa al Reino Unido de los Estados Unidos, es evidente que el habla de España (todas las lenguas de la Península) y todos los maravillosos giros del idioma español en Hispanoamérica se encuentran afortunadamente en diferentes definiciones y sentidos que le dan tanta vida a nuestra comunicación o incomunicación, pero también parece evidente que este asunto de Pérez Reverte trasatlantizado no es mero disparate sino –como bien afirma el poeta Julio Trujillo— “queda uno con la sospecha de que la chulería y el contrabando van a continuar, de que no son pocos los periodistas y escritores que trabajan así: recortando y pegando (¿es falta de tiempo o de creatividad?) para llegar a tiempo a la fecha de entrega y después cobrar”. Cuantimás cuando la supuesta disculpa de Pérez Reverte (aunque ya aceptada por la autora afectada) se transpira en un nefando clima mexicano donde parece que a los lectores en general (es decir, a los ciudadanos anónimos o todos los demás que no somos ricos y famosos) se nos induce a un ánimo constante por hacernos de la vista gorda: que si el asunto de Pérez Reverte se ventiló en algunos círculos y medios mexicanos, la vista gorda confirma que el llamado disparate no merecía mención en diarios españoles o que si se nos ocurre seguirle rascando razones al espinoso tema del tráfico de influencias o conflictos de interés de algunos políticos mexicanos, la vista gorda nos permite concentrarnos en un posible y próximo triunfo futbolero o que si los enredos laborales de una periodista crítica y polémica de la radio mexicana provocaron su despido y posible silencio, la vista gorda nos permite concentrarnos en la telenovela de todos los días.

Hay hombres como Don Jaime Muñoz de Baena y toda la generación del Exilio Español en México que transpiraron una filiación irrestricta por respetar la verdad y abatir toda forma de la mentira. Hablo de obreros que no dejaron de abonar todo su esfuerzo, biografía y descendencia en México, sabiendo que quizá no volverían a sus pueblos o ciudades de origen, por amor de gratitud hacia la nueva tierra y sin perder un ápice del amor a su pretérito y paisaje o paisanaje de infancia… y hay escritores que escriben precisamente por amor a las historias, a las palabras o a la literatura misma, quizá para que los quieran más sus amigos, pero sobre todo para desfacer cualquier entuerto que finque el abuso o la mentira que no merece volverse verdad de cuento. Esos son los caballeros andantes.

En 1614 se publicaron en Tarragona dos ediciones (y como abono a un engaño, con la misma portada) de lo que equivocadamente llamamos hoy el Quijote apócrifo, firmado por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, aunque los expertos guiados por Martin de Riquer coinciden en que se trata de un seudónimo usado por el Ginés de Pasamonte, ofendido por su mención en el Quijote original de Cervantes Saavedra. El asunto, que nada tiene de disparate, motivó el coraje y afán con el que Miguel de Cervantes entregó a la imprenta la Segunda Parte de la mejor historia jamás contada, ofendido él mismo por lo que tenía savia de plagio y abuso de confianza lectora o malhechora el llamado Apócrifo, donde los mismos personajes se lanzan a aventuras y caen en pastelazos que no corresponden con el perfil, modos y maneras con los que los había soñado Cervantes, quizá desde que estuvo recluido en una cárcel en Sevilla.

¿No será entonces que ahora vivimos tiempos tan enrevesados e inciertos como para que alguien argumentara que nos hagamos de la vista gorda y que aceptásemos como verdad inapelable que los huesos recién descubiertos en la Iglesia de San Sebastián del Antiguo Convento de las Trinitarias de Madrid pertenecen en realidad a un tal Avellaneda o a Cide Hamete Benengeli, narrador árabe que es el propio Cervantes y que el propio Cervantes cita como origen de su maravillosa aventura?

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