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Tribuna
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El metal en la sangre

Bajo las plácidas aguas de Vieques yace una tragedia y una historia

Quien camine por el litoral de Punta Arena en Vieques de seguro quedará prendado por el paisaje inmenso. Acaso sea el suelo casi dorado, las aguas turquesa que lo rodean, o tal vez el espectáculo lejano de la Sierra de Luquillo coronada de nubes que se observa al otro lado del estrecho de mar que separa esta pequeña isla municipio de la “Isla Grande” de Puerto Rico. Pero que nadie se llame a engaño. Lo de pequeña es relativo pues a lo largo de los siglos esta ínsula estrecha y alargada, cuya forma recuerda la de un lagarto, ha sido abatida por los caprichos de la geopolítica moderna. Sus residentes cargan las heridas para confirmarlo.

Habitada por corsarios y piratas que atesoraban su ubicación —conveniente a las rutas de contrabando durante la primera colonia—Vieques cambió de manos varias veces mientras ingleses, daneses y franceses conspiraban para arrebatársela a España. Sometidos a fuerzas que no podían controlar los viequenses, como tantos otros antillanos, aprendieron a perseverar y a sobrevivir. El destino fue siempre impulsivo, aunque pocas veces generoso. A Punta Arenas llegó en 1816 Simón Bolívar proveniente de Haití, como una sombra fugaz cuyo destino le llamaba hacia otras tierras.

El cadmio y el plomo envenenan por más suave que sople la brisa

Abatido por sus primeras derrotas pero resuelto a prevalecer en su empeño emancipador, un Bolívar de apenas 33 años tomó lo que pudo y cinco días más tarde zarpó rumbo a Venezuela para coronar su gesta libertadora. Su paso por Vieques fue fugaz, apenas una nota al calce en el relato mayor de la independencia americana que transitaba de su era española a la era de la hegemonía estadounidense. Fue precisamente la dominación marítima en la era de las máquinas la que impondría nuevas pautas militares y Vieques caería otra vez avasallada por su frágil pero codiciada geografía.

Bajo el control de la Marina de Guerra estadounidense desde 1940—que se hizo con dos terceras partes de la tierra mediante expropiación forzosa hasta 2003—los viequenses quedaron atrapados en una angosta franja de tierra que formaba un cinturón justo en el medio, de norte a sur. El extremo oeste de la isla se tornó un gigantesco polvorín mientras el extremo oriental pasó a ser el polígono de tiro de la Flota Atlántica. Comenzaron sesenta años de destrucción, represión y encubrimiento.

Lo que empezó como una base de apoyo a los intereses aliados en la Segunda Guerra Mundial luego devino en una plataforma de ensayos para los misiles lanzados en Corea, el napalm arrojado en Vietnam, las bombas de fósforo dispersadas en Gaza y las balas de uranio reducido disparadas en el Creciente Fértil, por mencionar solo algunas de las armas probadas al ritmo de 30,000 al año. Al concluir su dominio de aquellos terrenos, la Marina estadounidense transfirió para uso civil el extremo oeste, designándolo como refugio de vida silvestre mientras clausuró por completo el polígono por su evidente acumulación de materiales tóxicos. Tras 60 años éste se convirtió en el recinto más contaminado de la Tierra.

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Bajo el control estadounidense en 1940 comenzaron 60 años de destrucción, represión y encubrimiento

Los pocos esfuerzos reparativos en el antiguo polígono se concentran en la detonación de municiones a campo abierto y la quema de vegetación, en vez de la contención de daños como debería ser imperativo. Así lo atestiguamos un día desde la playa La Chiva, en el litoral sur de la Isla, mientras observábamos como una impresionante columna de humo negro se elevaba a millas de distancia, para luego viajar con el viento sobre toda la franja habitada. Algo parecido ocurre subrepticiamente con la laguna Anones que ubica en el punto más bajo del campo de tiro. Un canal de desagüe fue abierto al Mar Caribe drenando impunemente los contaminantes más tóxicos hasta mermar en un 90% la pesca en el lado sur.

El efecto de la exposición sostenida a metales pesados se verifica empíricamente con la incidencia de cáncer, a pesar de la poca voluntad del Gobierno puertorriqueño por reconocer y denunciar, no solo la magnitud del daño ambiental, sino la devastación infligida a los viequenses que, como sujetos coloniales, quedan virtualmente invisibilizados. Generaciones presentes y futuras exhibirán las heridas del daño genético de esta desidia que se oculta tras las fotos de exuberantes palmeras y playas tropicales que atraen turistas de todo el mundo. Algo más yace tras esta escenografía escamoteada. Mientras tanto el Congreso norteamericano bosteza con la complicidad del Gobierno insular de turno.

La belleza de Vieques todavía deslumbra a quien la contemple ignorante del pesado vestigio de su herencia. En ella moran gentes que defienden su derecho a una vida digna, con el cuidado sanitario adecuado y la reparación a los daños ambientales. El cadmio y el plomo envenenan por más suave que sople la brisa.

Pedro Reina Pérez es historiador y periodista puertorriqueño. Twitter @pedroreinaperez

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