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Cartas de Cuévano
Columna
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La cara de Lincoln

En la confusión de lo políticamente correcto parece mejor decir "afro-americano" al referirse a ciudadanos negros

Parecería que pasó desapercibida la fecha exacta en la que se cumplió siglo y medio del asesinato de Abraham Lincoln en Washington, D.C. Fue de noche y en abril, la ciudad celebraba el fin de la Guerra Civil que había partido a la Unión Americana entre otros muchos pretextos por la necia autodeterminación que reclamaban los estados del Sur en su afán por mantener su mundo fincado en la esclavitud. Lincoln asistía esa noche al teatro y un engreído, popular y apuesto actor logró burlar la seguridad, se metió al palco presidencial y le disparó directamente al cráneo un balazo que lo dejó moribundo al instante. La cultura norteamericana se conmueve al evocar los muchos brazos que tuvieron que emplearse para cargar el larguísimo cuerpo del presidente, atravesar la calle y acostarlo en la cama donde le sobraban las piernas... y de allí, convertirse en el perfil de cobre que aparece en cada centavo del poderoso dólar, aunque en el pensamiento de muchos vale más que un penique evocar esa inmensa figura que permanece sentada en mármol en un Partenón blanco en medio de la ciudad blanca, tradicionalmente sobrepoblada por negros, gobernada o ingobernada por alcaldes negros en las recientes décadas, llamada capital del imperio y de un tiempo a la fecha, con un presdiente negro habitante de la Casa Blanca desde donde gobierna a la poderosa nación que imaginó Lincoln.

La cara de Lincoln se aparece de madrugada, más allá de las conmemoraciones, estampas y centavos, porque sus palabras se volvieron indelebles

En la constante confusión de lo políticamente correcto corren ahora tiempos en que parece mejor decir "afro-americano" al referirse a ciudadanos negros (sin importar que quizá se trate de piel antillana o caribeña, veracruzana o venezolana) e incluso, a un demente se le ocurrió quitar la palabra nigger de la prosa original con la Mark Twain escribiera las aventuras de Tom Sawyer y Huckelberry Finn. Peor aún, en el abigarrado paisaje de la actualidad, se repiten connatos de rebelión y encendidas protestas donde asesinatos y abusos policiales sólo podrían ser explicados en términos de una desatada saliva racista donde mexicanos o todo moreno en general corre el riesgo de parecer sospechoso ante los ojos abusivos de uniformados (no necesariamente rubios o irlandeses) y ni qué decir del joven negro que corra de noche, por cualesquier callejón oscuro, enfundado en la ya tradicional sudadera con capucha. En contraste, la glorificación deportiva que inunda todos los estadios y las horas pico de las televisoras no niega la supremacía de beisbolistas de origen y raíces latinas en ese deporte otrora exclusivo de la mezcolanza americana de la raza aria-anglosajona, pugilistas de ébano inquebrantable en el ring donde antes campeaban si acaso italianos más blancos que el queso parmesano o quarterbacks de rizados cabellos que son mariscales de campo de esa forma del rugby donde el prototipo llamado All-American tenía que ser rubio y de ojos azules.

Parecería entonces que se cumplió el siglo y medio sin recordar a Lincoln y, sin embargo, pende sobre el hombro la sombra de su mirada. Es un hombre de estatura descomunal que parece envejecer cada vez que le toman una fotografía (desde los primeros daguerrotipos, hasta la reciente versión coloreada de una de sus poses favoritas), el hombre que parecía garrocha, el que se había dejado media barba porque así se lo sugirió un niño cuando andaba en campaña presidencial arriando votos a su favor, el callado abogado de pueblo se queda mirando fijamente su propia sombra en las madrugadas. Reconozco que el espanto me llega desde la infancia, pues para quienes estudiamos de niños en Estados Unidos parecería cosa de encantamiento evocar ahora que allí mismo en Washington, D.C. había bebederos de agua separados con letreros que indicaban en dónde bebían los Whites Only y en donde saciaban sed los Colored or Blacks, que también eran segregados a la parte trasera de los autobuses, que poblaban los andenes de los trenes como conductores y que todo mundo suponía que bailaban tap, además de atender mesas con impecables filipinas almidonadas. Es cosa ya de recuerdo casi en sepia, y sin embargo, pende como sombra desde la altura de un templo con columnas de mármol el deseo que expresaban las palabras de un hombre bueno, de aparente serenidad imbatible que fue acompañante paciente de la progresiva locura de su esposa, al tiempo que intentaba cicatrizar la progresiva demencia de un país demediado.

Parecería entonces que se cumplió el siglo y medio sin recordar a Lincoln y, sin embargo, pende sobre el hombro la sombra de su mirada

La cara de Lincoln se aparece de madrugada, más allá de las conmemoraciones, estampas y centavos, porque sus palabras se volvieron indelebles. Es inevitable: cada vez que alguien empieza a espetar opiniones encendidas de sobremesa sin ton ni son, a uno le resuena como eco "Medir las palabras no significa endulzarlas, sino prever las consecuencias que provocan" o cuando cualquier político mentiroso o empresario abusivo empieza a fardar sus simulacros, se filtra como susurro el axioma de que "Podrás engañar a todo el mundo durante algún tiempo y podrás engañar a algunos todo el tiempo, pero nunca podrías engañar a todo el mundo, todo el tiempo" y así, la templanza o mesura con la que el joven envejecido en las fotografías sugiere "mejor callar y que los demás sospechen de tu poca sabiduría, que hablar y hablar y con ello eliminar toda duda sobre ello".

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El hombre que mira fijamente a la lente, el que parece representar en las arrugas del rostro la geografía partida de la nación que gobernó y la ruta exacta del tren que llevó sus restos de regreso a su ciudad natal, donde sigue erguida la cabaña que construyó con sus propias manos, el hombre que parecía relajarse en una escena de una obra de teatro en el instante exacto en el que un actor lo acribillaba dramáticamente, murió enfatizando la urgencia de que el mundo entero anhelara "un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo" y esa cara que parece mirar hacia el pretérito intacto, en realidad está mirando hacia el futuro incierto, el hoy mismo en que se enredan incluso los términos con los que intentan definir habitantes del mundo entero las incongruencias y desigualdades aún pendientes, ante las cuales, inevitablemente habrá que plantarles cara.

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