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Lula, eterno equilibrista

La sombra de la corrupción se proyecta sobre el expresidente, pero el aura del antiguo obrero metalúrgico pervive intocable

Fernando Vicente

Hace unos días, en un acto político en Río Branco, en el Estado de Acre, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva compareció al lado de las autoridades locales. Una vecina contraria al Partido de los Trabajadores, la formación de Lula, se asombró no sólo del delirio que suscitó en la calle sino de la cantidad de gente que al mirarle y al oírle, se echaba a llorar de pura emoción. El obrero sin estudios que perdió el meñique en una fábrica de tornillos cuando tenía 18 años y llegó a ser presidente de Brasil entre 2003 y 2010 lleva alejado del poder efectivo los últimos cinco años pero no ha perdido su aura de mito vivo entre los brasileños. Sobre todo, entre los que menos tienen. No sólo eso: además de servir de referencia a la izquierda del país, Lula se mueve y cuenta aún mucho en la jugosa y rastrera política del día a día, a la que un viejo sindicalista como él no está dispuesto a renunciar a cambio de las estratosferas insípidas de la Historia. De hecho, cuando las cosas se ponen feas, la presidenta Dilma Rousseff, también del PT, juega una última carta a la que no le gusta mucho recurrir: la de Lula, con el que últimamente no se lleva especialmente bien.

Eso pasó en octubre de 2014, en la recta final de la elección definitiva y Rousseff, que optaba al segundo mandato, empataba en las encuestas. Lula, hasta entonces algo ausente en la campaña, se implicó entonces hasta el fondo y galvanizó unos cuantos mítines gracias a su facilidad de orador sin freno (“Antes el pobre sólo comía pollo y nunca soñó con viajar en avión”), a su habilidad algo demagoga para pisar al contrario el callo que más duele (“ellos sólo se acuerdan de venir a estas regiones pobres a descansar en la playas los fines de semana, como los hijos de papá que son”) y a su magnetismo personal y capacidad innata para conectar con la persona que tenga delante, sea un labrador miserable del desierto del sertão o el mismísimo Chico Buarque.

Últimamente, con todo, su popularidad se ha resentido junto con la de la presidenta Rousseff arrastrados ambos por la crisis económica que lastra el país y por los escándalos de corrupción que enfangan buena parte de la vida política brasileña. El mismo Lula ha sido acusado por el principal delator del millonario caso de sobornos de la petrolera pública Petrobras de conocer todo el entramado. Pero no hay ninguna prueba. Por otra parte, recientemente se hizo público que la Fiscalía General de la República estudia investigar el papel del expresidente en los negocios internacionales de la gigantesca constructora brasileña Odebrecht, para la que Lula ha jugado un papel de intermediario. Sus defensores aseguran que el objetivo final de buena parte de estas denuncias es el de limar el capital político que aún atesora el expresidente.

Cuando le preguntaron hace años a qué se iba a dedicar fuera de la política, dijo, aludiendo al cáncer superado: “A durar”

Todo lo que rodea a Lula se polariza en Brasil. En la web del instituto que lleva su nombre se ha creado un apartado para conjurar los rumores falsos más frecuentes y dañinos sobre su figura: desde que apareció en la revista Forbes como el hombre más rico del país hasta que padece un cáncer de páncreas —él ya superó uno de garganta— o que está, directamente, muerto.

Nació en 1945 en una familia casi miserable del Estado de Pernambuco de siete hermanos que el padre, violento, distante y colérico, abandonó casi a su suerte durante un tiempo en una casa sin agua, sin sillas y sin mesas. Cuando tenía siete años, junto con su madre y sus hermanos, emigró, como tantos miles de brasileños del nordeste pobre, al Estado de São Paulo. Durante una época se alojaron en la trasera de un bar alquilado por un familiar compartiendo el retrete con los clientes. Fue vendedor ambulante, limpiabotas, dependiente en una tienda y, finalmente, a los 14 años, obrero de una fábrica. A los 19 años entró en el sindicato. Organizó huelgas, fue detenido durante la dictadura, y en 1980, junto a un grupo de sindicalistas e intelectuales formó el Partido de los Trabajadores (PT). Optó a la presidencia en tres ocasiones fallidas. Ganó a la cuarta, en 2002. Al principio de su carrera política, en un debate televisado le preguntaron, para indagar en su ideología: “Pero, ¿al final usted qué es, comunista, socialista o qué?”. El respondió: “Soy tornero mecánico”.

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Siempre supo cómo hablar a los pobres, porque venía de donde venía. Pero aprendió pronto a hablar a los ricos: uno de sus primeros desplazamientos oficiales fue al Foro de Davos, adonde llegó procedente del Foro alternativo de Porto Alegre en un viaje directo que era toda una declaración de principios. Durante sus dos mandatos, Brasil creció una media de un 4% y más de 30 millones de personas, en un país de 200 millones, abandonaron la pobreza y comenzaron a pagar impuestos y a integrarse en el sistema.

Es cierto, recuerdan los críticos, que para eso se apoyó en la crucial reforma monetaria de su antecesor, Fernando Henrique Cardoso y que utilizó un modelo, el de espolear el crédito entre las familias, que ahora parece agotado. Y que se rodeó de colaboradores cercanos que después han sido acusados por corruptos. El último, el tesorero del PT, João Vaccari, su amigo personal desde los tiempos duros del sindicato, encarcelado recientemente, acusado de cobrar sobornos para el partido y para él en la maraña putrefacta de Petrobras.

Muchos especialistas lo ven como el próximo candidato a presidente, en 2018. Sería su sexta elección presidencial. Las encuestas le colocan a la cabeza, empatado con Aécio Neves, el previsible candidato del partido opositor, el PSDB. Quién sabe. Él, por ahora, lo niega. Cuando hace años le preguntaron a qué se iba a dedicar fuera de la política efectiva, él respondió, con una sonrisa intrigante, aludiendo al cáncer superado: “A durar”.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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