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Tribuna
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Tuve un sueño: Brasil era un país normal

Soñé que Brasil era de clase media, con pocas noticias políticas y una presidenta conversando feliz con la gente en la calle

Juan Arias

Soñar no es pecado. Y además a veces se realizan. Ayer, fuera de Brasil, tuve uno. Soñé que de repente, escuchando las noticias en los periódicos, en la televisión y en las redes sociales, Brasil parecía como un país normal. No se hablaba más de escándalos. Era el país de América Latina con menos índices de violencia.

Nadie sabía ya lo que era una Bolsa Familia, porque todos ganaban con su trabajo lo suficiente para vivir dignamente y hasta permitirse algunos lujos lúdicos y culturales.

Tampoco hablaban los medios de escándalos de corrupción. Petrobras había recibido un premio en la Unión Europea como empresa modelo de gestión.

En las afueras de las ciudades había barrios nuevos y coloridos, ninguna favela

Lo que más me chocó en mi sueño fue no ver más favelas. En las afueras de las ciudades había barrios nuevos y coloridos, diseñados por arquitectos jóvenes, con parques y fuentes, escuelas y hospitales y hasta autobuses con aire acondicionado.

Me sorprendió no ver en las noticias políticas los nombres de personajes que llenaban cada día las crónicas (a veces hasta las policiales). No se hablaba ya de Dilma Rousseff ni de Lula, ni de Cardoso, ni de Renán Calheiros o de Eduardo Cunha.

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Muchos de los 12 ministros eran jóvenes graduados en universidades extranjeras, así como alcaldes y gobernadores. Ganaban todos como profesores universitarios. Viajaban con la gente, en metros modernos y en aviones comerciales. A veces se les veía caminar a pie por la calle. Las personas los saludaban y se paraban a discutir con ellos temas de interés nacional o local.

En los periódicos se hablaba más de cultura, de ciencia, de gastronomía y hasta de filosofía que de política. Los sondeos daban porcentajes altos de índices de felicidad ciudadana. Las personas usaban algunas drogas, pero podían comprarlas en las farmacias. No había traficantes.

Las personas llenaban de noche los restaurantes y salas de fiestas sin miedo a sufrir algún tipo de violencia. El turismo se había triplicado en todo el país.

Miles de jóvenes eran pequeños empresarios, orgullosos de sus conquistas y con ganas de comerse el mundo. Los abuelos les hablaban a los nietos de cuando en Brasil había millones de personas que no sabían leer ni escribir. Les contaban que hacía años había quien mataba a los homosexuales y la policía creía que todos los negros o de color eran delincuentes potenciales.

Un negro de mediana edad era presidente de la República y la gente le aplaudía y se hacían fotos con él cuando lo encontraban en la calle o en el cine.

Miles de jóvenes eran pequeños empresarios, orgullosos de sus conquistas

Los policías militares eran casi todos universitarios. Ganaban bien como profesionales cualificados. La gente se alegraba cuando los veía en la calle porque les daban confianza, nunca miedo.

En el exterior los empresarios brasileños tenían fama de ser creativos y solo una vez uno de ellos, apareció implicado junto con un político, en un caso de corrupción. Los dos fueron enseguida procesados y encarcelados.

Brasil era admirado en el mundo por su fútbol original. Estaba prohibido que los jugadores fueran vendidos a otros clubes extranjeros. No había aficiones violentas. Cada partido acaba en una fiesta colectiva.

Las mujeres tenían el derecho de decidir sobre su propio cuerpo, los enfermos sin esperanza podían decidir en conciencia si deseaban dejar de sufrir. Brasil tenía un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU, relaciones estrechas con los hermanos latinoamericanos más democráticos y su comercio estaba abierto a todos los continentes. Sus diplomáticos eran alabados internacionalmente por su capacidad de diálogo y su poca propensión a crear conflictos, y no apoyaban a regímenes dictatoriales.

La inflación era de un 2%, la renta de las familias crecía junto con el PIB nacional y la industria era pujante y conseguía exportar a todo el mundo. Los productos brasileños eran vistos fuera del país como un sello de garantía y hasta distinción.

Brasil era autosuficiente en petróleo y energía, que en un 80% era de fuentes alternativas no contaminantes. La Amazonia tenía un índice cero de destrucción. La ministra de Medio Ambiente era una joven universitaria. Líderes de las comunidades indígenas estaban presentes en todas las instituciones del Estado.

En el Congreso había solo cuatro partidos con representación, 200 diputados y 30 senadores. Todos ganaban un sueldo modesto y tenían derecho solo a dos secretarios. Los partidos se financiaban con las aportaciones de sus afiliados. Las campañas electorales duraban 15 días y cada candidato presentaba su programa directamente en televisión, con el mismo espacio de tiempo.

Brasil seguía siendo el mismo. Sin embargo no era un sueño imposible. Los sueños pueden también presagiar el futuro

Brasil aparecía en los índices mundiales de educación entre los 12 primeros países del mundo y como el primero de América Latina. Todos los políticos y los ricos preferían enviar a sus hijos a las escuelas y universidades públicas porque las consideraban las mejores. Y ellos y sus familiares se curaban en los hospitales del sistema público de salud, donde trabajaban los mejores especialistas.

Hacía diez años que no había protestas callejeras. Era Brasil un país de clase media, con poca crónica policial y política. Un país normal, poco interesante para los corresponsales extranjeros.

Cuando me desperté corrí a ver las noticias como de costumbre. Mi sueño se había desvanecido: la portada internacional de The New York Times recordaba que, en una semana, en Río habían sido acuchilladas ocho personas. Las crónicas estaban hablando de nuevo de las detenciones de la nueva operación de Lava Jato, de una petición de impeachmenta Dilma, Lula seguía criticando a las élites del país y el banco de Brasil, con un lucro de 126%.

La inflación rozaba el 10%, y la educación aparecía perdida en el puesto 60 entre 75 países de todo el mundo. Y el PIB estaba escondido entre números rojos. El 60% de las familias aparecían endeudadas y el 70% de los brasileños se declaraban preocupados con su futuro.

Sí, el mío había sido solo un sueño. Brasil seguía siendo el mismo. Sin embargo no era un sueño imposible. Los sueños pueden también presagiar el futuro.

Hoy por hoy nos queda solo la esperanza de tiempos mejores. Y la convicción de saber que Brasil, si quiere y le dejan, puede ser lo que es capaz de soñar: ser un país normal entre los países desarrollados.

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