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el futuro de europa

Amor a la italiana

La separación no será indolora, pero no será fácil destruir los lazos entre estos países. Los británicos adoran Italia

La última vez que Londres se separó de Europa lo hizo a causa de un litigio con Roma. Enrique VIII quería casarse con Ana Bolena y rompió las relaciones con el Papa, que se oponía a ello. Igual que hoy, había muchos consejeros del rey preocupados, pero la decisión fue afortunada para la Inglaterra del siglo XVI, porque descubrió que en el mundo había otros países más dinámicos con los que comerciar y empezó a sentar las bases de su imperio. En la actualidad, las relaciones con Roma son decididamente mejores. Como dice con una expresión muy inglesa el embajador británico en Italia, Christopher Prentice, “no son solo pan y mantequilla, sino también mermelada”. Hasta hace unos años, a un italiano siempre le recibían en Londres entre risas y guiños al bunga-bunga, pero, desde el Gobierno de Mario Monti, en Downing Street y la City se piensa que los italianos son más serios y dignos de confianza y se tiene la vaga impresión de que, si no eligiesen a sus gobernantes mediante el voto, las cosas podrían hasta mejorar.

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Las relaciones comerciales son magníficas y decenas de empresas italianas como Finmeccanica, Eni, Merloni, Calzedonia, Pirelli y Ferrero están ya consolidadas en el Reino Unido. Los británicos nos compran lo que consideran que hacemos bien: ropa, alimentos, coches deportivos, muebles, electrodomésticos y cerveza (sí, incluso cerveza), y colaboran con Italia en los ámbitos de la energía, la defensa y la investigación espacial. Nosotros importamos de ellos fármacos, automóviles, alta tecnología, whisky, servicios financieros, tecnología de energías renovables. Si Gran Bretaña abandona Europa, habrá que revisar todos los parámetros que han hecho posible y mutuamente beneficioso ese intercambio y lo que suceda a partir de ahora dependerá de las nuevas reglas, en particular de los nuevos aranceles aduaneros.

La separación no será indolora. En el Reino Unido viven casi 600.000 italianos, la mitad de ellos en Londres. Si, como se prevé, la Brexit provoca la pérdida de muchos puestos de trabajo (un millón según los optimistas, tres según los pesimistas), decenas de miles tendrán que volver a su país. Los que se queden deberán solicitar un permiso de residencia y de trabajo, y lo mismo ocurrirá con los casi 20.000 británicos que viven en Italia. Londres dejará de ser el destino preferido de los jóvenes con dos titulaciones que buscan trabajo en Caffè Nero para pagarse un máster: tendrán que hacer la cola de los pasaportes y someterse a un procedimiento burocrático similar al que está en vigor en Estados Unidos.

Aun así, no será fácil destruir los lazos entre Italia y Gran Bretaña. El pan y la mantequilla son los negocios, pero la mermelada está hecha de un amor recíproco genuino, iniciado hace siglos con los viajes de Browning, Shelley, Byron y Keats a Roma, donde se alojaban en unos hoteles que ya entonces llevaban nombres como Londres e Angleterre, Brighton y Vittoria. Fueron sus extasiados relatos los que convencieron a todos de que no era posible llegar a ser un auténtico caballero sin haber hecho esa visita. Los británicos, hoy, aman Italia más que los propios italianos: les encantan la comida, la lengua, el entusiasmo, los gestos de la gente, los paisajes de la Toscana, el clima, que hace inevitable sentir una cierta indolencia. Y es un amor correspondido: los italianos adoran Londres, colonizaron los barrios de South Kensington y Chelsea cuando los oligarcas rusos estaban todavía ahorrando sus primeros rublos, de los ingleses han aprendido buenas maneras, siguen considerando al príncipe Carlos como un modelo de elegancia masculina y agradecen haber podido disfrutar de los Beatles, David Beckam, James Bond y los cotilleos sobre la familia real británica. Aunque la política los separe, Italia y Gran Bretaña no se divorciarán jamás.

Vittorio Sabadin es periodista de La Stampa.

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Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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