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Cartas de Cuévano
Columna
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Capitales del exilio

El milagro de quienes logran transterrarse depende de la voluntad inquebrantable del sobreviviente

No estoy muy seguro de que toda ciudad sea sitio propicio para que todo exiliado encuentre nueva vida lejos de lo que fuera su hogar y antigua existencia. El milagro de quienes logran transterrarse depende tanto de la voluntad inquebrantable del sobreviviente como de la fertilidad hospitalaria del nuevo lugar a donde se llega y así, podemos trazar entre todas las ciudades la distinción de las que se han convertido en auténticas capitales del exilio o meras estaciones de paso.

Por estos días, con motivo de la publicación bilingüe del libro París-México, Capitales del exilio (Fondo de Cultura Económica, 2014) la red ICORN (International Cities of Refuge Network) han convocado una reunión que nos recuerda a todos –sobre todo en este siglo XXI que ya suma miles si no millones de nuevos exiliados en diferentes geografías del planeta— el papel ejemplar que pintaron la Ciudad de México y París como capitales de acogida y renacimiento para no pocos perseguidos y desahuciados políticos, artísticos y económicos del siglo XX.

Celebrado en el Hôtel de Ville de la ciudad de País, allí donde despacha una alcaldesa de apellido Hidalgo, hija de refugiados republicanos españoles, el Señor Cuautémoc Cárdenas Batel –nieto del general Lázaro Cárdenas--, otros funcionarios de altos vuelos y el embajador de México en Francia inauguraron una jornada exhaustiva de conversación y homenaje al entrañable y ejemplar papel de Renovados Hogares que desempeñaron París y México para tantos y todos, todos y tanto exilio que marca nuestro pretérito común.

Ante quien leyó el mensaje inaugural de este encuentro se lo he dicho de sobremesa y quiero dejar en tinta que algún día el Estado Mexicano ha de agradecer con la Condecoración del Águila Azteca a mi amigo Philippe Ollé-Laprune, incansable ensayista y minucioso promotor cultural que lleva ya media vida abriendo las puertas de México hacia las ventanas de Francia, y viceversa, así como no pocos años recientes al frente de la Casa Refugio Citlatépetl donde no pocos escritores perseguidos políticos en sus prosas y poesía de origen han encontrado cama, confort y sustento para seguir pintando en tinta las palabras que alivian sus vidas y conciencias.

Por un día que se multiplicó en círculos concéntricos se habló aquí de los tangos que nunca abandonaron el ánimo y las venas de Julio Cortázar mientras buscaba a la Maga en las calles de Montmartre o el barrio Latino y de retro, los cabarets callejeros de Francia que inundaron calles de Buenos Aires en otros tiempos; Jean-Pierre Hassoun habló de la biblioteca levitante del Yiddish (que no hebreo) que se salvó de las llamas del nazismo en París y que sustenta entrelíneas la mejor literatura de Isaac Bashevis Singer y se habló también de los centros de reunión, clubes de fútbol, cafés entrañables, tertulias taurinas, discusiones tipográficas y olores de panadería y vinos recios que han rodeado al Exilio Español en México desde que se desatara la Incivil Guerra que desgarró a la Península hace más de medio siglo.

La publicación del libro París-México, Capitales del exilio nos recuerda el papel ejemplar que pintaron la Ciudad de México y París como capitales de acogida
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Peter Ripken encabezó la mesa redonda donde se habló de la afortunadamente creciente red de ciudades donde se han instalado Casas Refugio para escritores y luego, Margo Glantz bordó en perfecto francés un hermoso texto sobre Paul Celan en París, concentrándose en el hipnótico ritmo de la voz de un fantasma que pocos recuerdan hoy en la capital de Francia y que parece disiparse en las madrugadas calladas de calles oscuras con el mismo ritmo y tono de voz con el que se murmuraban los kaddish en las barracas de Auschwitz, una vez que Bruno Tackels trazaba un óleo verbal de los últimos días de Walter Benjamin, suicidado (por voluntad propia o por un misterio que lo obligaba a morir) en pleno exilio habiendo definido que viajar es también un acto cultura y que se narra el viaje como quien redacta su propia novela. Luego, se habló de escritores africanos que han tenido que huir de la cuna de su profunda negritud para seguir escribiendo y velando una fe irrestricta en el mapa de Francia y también del ejemplar y el bizarro caso de León Davidovitch llamado Trotsky que murió en México, a golpe de piolet de montaña en un enrevesado mural donde se decantaban las muchas caras de México y del propio revolucionario que amaba tanto a los conejos.

Se cerró la jornada con un cartel de primera donde María Luisa Capella (que lleva en el hombro el aura constante de un poeta indispensable) y Carlos Pereda (que es capaz de hacer filosofía sobre un croissant y hundir su fino entendimiento en los textos más enredados del idioma alemán pensante) alternaron sus voces con el gran Patrick Deville, uno de los mejores escritores franceses vivos (y quizá mejor que muchos de los ya callados) sobre el tema nodal de la Literatura y el Exilio. Soy de los que cree que no es lo mismo que caiga con gripe un ingeniero mecánico a que esa misma gripe contagie a una alma frágil como la de Franz Kafka: en el uno podría provocar tres días de ausencia en la fábrica, mientras que en el fantasma de Praga provoca el ensueño alucinado de un hombre que de pronto despierta –luego de un sueño intranquilo—para saberse convertido en monstruoso insecto y por lo mismo, entre Deville, Capella y Pereda se habló de esa enigmática –dolorosa aunque su publicación sea feliz lectura—disyuntiva disruptiva donde el cuentista que soñaba historias en Soria se ve forzado a volver a escribirlas en calles de la ciudad de México o el poeta que hilaba versos en polaco antes del fin de un mundo que parecía jamás extinguirse se ve de pronto hablando con gárgolas a la vera del río Sena, siguiendo de noche las sombras de todas las voluntades buenas que en el mundo han sido y que parecen seguir rondando todo París, al día de hoy, como pinturas difuminadas de una belleza intacta.

La tarde que ya llaman noche, sabiendo que la noche inicia sus horas con Sol, se quedó de pronto callada con las palabras como pictogramas de François Cheng, un ejemplo viviente de que la hospitalidad de París fue fértil santuario para su exilio de China, pues aquí apuntaló el impulso con el que su vida se volvió mejor, sus pensamientos más claros y su voz la serena claridad con la que a los 85 años de edad es un distinguido y respetado miembro de la Academia Francesa.

Todo esto en los salones dorados del Hôtel de Ville, frente a Notre Dame (donde una exiliada mexicana se suicidara al pie de la imagen de la Virgen de Guadalupe), en el corazón urbano de la ciudad que sigue siendo la más bella del mundo aunque en cada acera y en no pocas placas se nos recuerde el precio que pagaron por ello los jóvenes que resistieron heroicamente la ocupación nazi que los volvía exiliados en sus propios hogares, los monumentos de la Revolución, el rostro de Danton, las caras de los pensadores, los rincones de los poetas locos, las mil librerías llenas a manos llenas… y aquí en lo salones dorados donde parecen regidores de la vida ya para siempre los rostros callados, algunos sonrientes, de José Martí y Luis Buñuel, Julio Cortázar o Walter Benjamin, la cara de Trotsky, el telón bajo los párpados de Eugène Ionesco, en todos en los corredores de la Alcaldía de París, en su encuentro con la Ciudad de México, como capitales de exilio mientras allá afuera, la vida que va o las muertes que vienen, las noticias de nuevos horrores y la memoria intacta de la infamia pasada, deberían ayudarnos a subrayar el incierto mas no improbable futuro donde tengamos que tender la mano abierta y abrir los brazos en par con el imbatible afán de que uno, todos, cualquier exilio pueda deletrear en paz los días para su propia resurrección.

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