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Cinco viajes nacidos de la guerra

Mohamed, Yassim, Mariem, Aisha y Fatma coinciden en la isla de Kos tras huir del horror

María Antonia Sánchez-Vallejo

MOHAMED (SIRIA)

“No he dejado un país, he dejado un hogar”

Mohamed (nombre supuesto), de 21 años, estudiaba Arquitectura en Lataquia hasta que los abusos de los shabiha (matones) del régimen le alcanzaron. “Te intimidan en la universidad sólo para demostrar quién manda. Siria es un país sin ley”, explica. Hijo de ingeniera y profesor, clase media-alta, su excelente inglés y su indumentaria –medio hípster, barba cuidada, bermudas y chanclas- destacan entre la masa de refugiados que se arremolinan a las puertas de la comisaría en busca de papeles. “La vida en Lataquia era estable, salvo por los misiles cruzados del Estado Islámico y el Frente Al Nusra y los del régimen; es imposible saber quién dispara. No me iba mal, tengo dinero, mis padres trabajan y mi hermano vive en Alemania. Pero fue la constatación de que, gane quien gane esta guerra, en Siria no hay futuro. No me ha dolido dejar el país, que ya no existe, sino a mis amigos, a mi familia, mi hogar; a mis abuelos ya no los volveré a ver. Fue mi madre la que me dijo, ‘vete, sal de aquí, esto no es vida’ … Somos sólo los dos hermanos, imagine lo que es esto para una madre”.

Mohamed ha oído hablar del nuevo sistema de cuotas de la UE, pero tiene claro que su destino es Alemania, con su hermano, “donde intentaré seguir la carrera y hacer un posgrado”, cuenta, antes de desaparecer en una bici alquilada hacia el hotel -40 euros la noche, habitación cuádruple con otros compañeros de travesía- donde aguarda el salto al continente. Su estela de chico bien deja flotando una frase: “Si yo me siento un ciudadano de segunda, no puedo imaginar cómo estarán los que han llegado aquí con lo puesto”.

YASSIM SALANGI (AFGANISTÁN)

“Algunos aquí parecen enfadados por nuestra presencia”

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Yassim, de 27 años, salió de Afganistán tras recibir amenazas de muerte “por infiel” a consecuencia de su trabajo como traductor para la misión internacional liderada por la OTAN. Era su primer trabajo, recién licenciado, y creía que la vida le sonreiría siempre. “No hacía caso de las amenazas, me parecían bravatas, pero un día degollaron a un compañero, y más tarde hirieron gravemente a otro de un disparo. Kabul es grande, pero en mi ciudad, en la provincia de Parwan, todo el mundo sabe que trabajaba para los militares extranjeros y muchos decían que no merecía vivir, por colaborar con infieles”. Tras 10 meses de un viaje (Afganistán, Irán, Turquía, “muchas veces a pie, bajo la nieve”) por el que pagó 16.000 dólares, llegó la semana pasada a Kos “en una barca de goma con motor que se hundía entre las olas”. Pagó 1.500 euros por la travesía. Con él viaja su hermano pequeño; ambos duermen en el hotel abandonado, pues deben economizar para el largo viaje que tienen por delante, “ojalá lleguemos a Reino Unido, por el idioma”. No conoce el sistema de cuotas de refugiados, pero sí se ha hecho una somera idea de cómo funcionan las cosas en Europa: “Aquí [en Kos] no hay ayuda, nadie se ocupa de nosotros. La gente en general es amable, pero algunos parecen enfadados por nuestra presencia”.

MARIEM, AISHA, FATMA (SIRIA)

“Sé quiénes son los coyotes más fiables”

La informal red de contactos, ayuda e información que funciona como un salvavidas para los desplazados permite a esta mujer cristiana, de 36 años, plantearse el viaje con un cierto alivio. “Espero no tardar dos años en llegar al continente, como mi hermano. Ya sé todo lo que hay que saber de la ruta, casi todos lo sabemos, quiénes son los coyotes más fiables, los turcos, los griegos, los serbios... Mi siguiente etapa, Atenas, ya está organizada: unos primos lejanos viven allí con estatus temporal de refugiados, así que podré quedarme con ellos para no gastar mucho dinero, me hará falta para el viaje más largo [un mínimo de 8.000 euros hasta Hungría o Austria, sin contar comida ni alojamiento]. Si todo va bien, podré hacer el recorrido con buen tiempo, mi hermano casi se congela este invierno en el trayecto a pie entre Macedonia y Serbia”.

Mariem comparte la experiencia con dos sirias coetáneas, musulmanas y, como ella, de clase media; las tres se conocieron en Bodrum (Turquía) antes de embarcar hacia Kos. Aisha (nombre supuesto), de Alepo, espera poder reunirse con su marido en Atenas, donde lleva un año; ha dejado en Turquía a su hijo, de 5 años, que aguarda con sus abuelos maternos una futura travesía. Frente al velo de Aisha, Fatma, damascena, es una moderna con gorra beisbolera y un carácter muy jovial que sólo se apaga cuando recuerda a sus amigos, enrolados en bandos distintos (el Ejército y los rebeldes) y obligados a matarse entre ellos. “A un amigo mío, soldado regular se negó a disparar contra otros sirios, le ejecutaron sus propios compañeros de armas. Tampoco querían hacerlo, pero recibieron órdenes a punta de pistola de sus mandos. Había hablado con él dos días antes, me explicó que no podía matar a hermanos... Lo más angustiante en Siria era hablar con alguien, un amigo, un familiar, y durante la conversación estar pensando que esa podría ser la última conversación con esa persona”.

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