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“Si suben el IVA, tendremos que dejar de comer”

Los vecinos de uno de los barrios de Atenas más castigados por la crisis temen recortes

María Antonia Sánchez-Vallejo
Un hombre recoge trozos de metal de una silla abandonada junto a la basura en Atenas.
Un hombre recoge trozos de metal de una silla abandonada junto a la basura en Atenas.Daniel Ochoa de Olza (AP)

Con su pensión complementaria de 120 euros al mes —lo mismo que le cuesta el alquiler de un diminuto estudio—, Vasilis Fotiu, griego albanés de 68 años, se considera un afortunado. No sabe que la última propuesta del Fondo Monetario Internacional (FMI) incluye suprimir a partir de 2018 el fondo de solidaridad social (EKAS, en sus siglas griegas) del que sale esa magra mensualidad, ni tampoco que sobre la botella de zumo con que alivia el calor se cierne un aumento del IVA al 23% si prosperan las pretensiones de los socios en una negociación este jueves de nuevo cortocircuitada.

Fotiu aguanta a pie firme el sol, a la salida de una estación de metro, con un ramillete de revistas bajo el brazo. Son ejemplares de Sjedía (Balsa), el periódico callejero que saca a flote a muchas víctimas de la crisis, y que le deja 1,5 euros por cada ejemplar (en todo el país, la publicación vende unos 20.000 al mes). “Gracias a Sjedía saco otros 200 o 250 euros, y así no tengo que pedir en la calle ni ir a comedores sociales. Hago la compra, cocino y estiro el dinero hasta el último día del mes. Pero si quieren subir el IVA de la comida al 23% no sé cómo lo haré…”, musita contrariado. “Aceite, leche, pasta… ¿en serio quieren hacer eso? No es humano”.

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Como Fotiu, Anthula Sideri también hace milagros para multiplicar los 500 euros que gana limpiando varias tiendas del barrio, muy castigado por la crisis. Con un solo riñón y diabetes, aparenta 30 años más de los que tiene. Su familia lo perdió todo —casa incluida— en los incendios de 2007 en el Peloponeso, en los que se demostró la disfuncionalidad del Estado para responder a la emergencia, y el colapso sistémico del mismo. Emigrar del pueblo a Atenas y empezar la crisis fue todo uno. “Mi marido perdió el trabajo y mis tres hijos no encuentran nada… y no me quejo, porque son buenos chicos y no han caído en la droga”.

Por las calles del barrio, puro asfalto humeante entre Omonia y Metaxuryio, pululan las figuras espectrales de algunos yonquis. Es el inframundo de Atenas, donde una dosis de crack, la droga del pobre, cuesta 1,5 euros y deja fuera de la circulación en un par de años a quien lo consume. “Seca los pulmones, te vas quedando sin aire, te asfixias, pero te lleva en brazos”, explica en un momento de lucidez Yanis. Los recortes de la troika cerraron el grifo de las ayudas a las clínicas de desintoxicación, y la lista de espera para tratamientos con metadona ha llegado a superar los cinco años. “No hay albergues para drogodependientes, y para enfermos de sida sólo uno en el Pireo que está masificado”, explica el grecoaustraliano Jristos Alefandis, director de Sjedía, que acompaña en el recorrido por el barrio. “Gracias a algunos programas financiados por la Fundación Niarchos, hay familias que acogen yonquis para normalizar su vida. Lo más importante es vencer el miedo, por parte de unos y de otros”.

Vencer también el miedo al barrio, que muchos atenienses evitan y donde vallas metálicas puestas por los vecinos intentan impedir que los soportales de sus edificios se conviertan en dormitorios o incluso campamentos de desheredados. El de Vasilis y Anthula es un barrio bronco, muy deteriorado, en el que, por no haber, no hay ni grafitis, la principal seña de identidad de la geografía urbana de la crisis, y que cartografían la ciudad entera. En la escala social, ambos están un peldaño por debajo de los numerosos inmigrantes —en su mayoría asiáticos, algunos rusos y georgianos—, que gestionan sus pequeños negocios con la esperanza puesta en el trabajo duro, algo que para estos y otros muchos griegos hace tiempo que se convirtió en quimera. “Me da igual el euro, el dracma o el Gobierno que sea, porque la factura la vamos a pagar nosotros. Hasta ahí llega toda mi sabiduría, pero aunque haya estudiado menos que ellos [los negociadores], sé que quien tendrá razón al final soy yo”, protesta Anthula. “Si suben el IVA, tendremos que dejar de comer, pero tal vez quieran eso, matarnos de hambre”.

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“A los datos y las cuentas de los acreedores yo contrapongo otros muchos más inapelables: las 2.500 comidas diarias que da aquí al lado la Iglesia; las 2.000 familias griegas cuya canasta básica depende de bonos sociales; o las 43.000 personas que recurrieron a los albergues para indigentes de Atenas entre enero y mayo”, dice un irritado Alefandis. En el contiguo hotel Ionis, reconvertido en uno, no cabe un alma: 135 seres —el 90% de ellos, hombres— disfrutan de una cama y un par de comidas calientes tras meses, o años, de deriva callejera. Como Dímitra, de 46 años, que con un inglés excelente, tres años de psicología en la Universidad y la carrera entera de piano se vio en la calle en 2013 por culpa de la crisis, al perder el trabajo y no poder pagar el alquiler. “Cualquiera puede llegar a ser un homeless; la fortuna es muy caprichosa… Y a esos señores con corbata que están decidiendo otra vez nuestro futuro, les hacía yo dormir en la calle una sola noche, aquí, en esta zona de Atenas. Seguro que serían mucho más clementes”.

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