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La campaña del Ramadán

Lluís Bassets

El califato proclamado por Abu Bakr Al Bagdadi en Mosul ha cumplido ya un año. El Estado Islámico no ha retrocedido desde entonces, al contrario. Mantiene en su poder grandes ciudades como Mosul o Ramadi (Irak) y sigue con su capital en Rakka (Siria). No le faltan los suministros, la principal materia prima de la que se nutre el monstruo: jóvenes de todo el mundo dispuestos a dejar la vida en la yihad. Obtiene petróleo de los pozos que conquista y cuenta con los abundantes arsenales de armas y munición, además de vehículos e incluso blindados, que van cayendo en sus manos. Y tiene delante unos enemigos a veces ineptos, como el Ejército iraquí; y en cualquier caso siempre reticentes y divididos.

En este año se ha ensanchado su mapa internacional, que divide en gobernaciones o wilayats, según la expresión árabe, y anula las fronteras internacionales reconocidas, desde Pakistán hasta Nigeria, desde el Cáucaso hasta Somalia. Aunque todos exhiben las credenciales del vasallaje (o baia en árabe), no era seguro hasta ahora que existiera una coordinación efectiva entre los grupos violentos, cada uno con autonomía para aterrorizar a sus anchas en la región donde actúan.

La decapitación de Saint-Quentin Fallavier, cerca de Grenoble, recuerda a los europeos que nos hallamos bajo amenaza permanente de los lobos solitarios. El ataque al centro turístico tunecino de Susa daña la principal industria del único país salido de la primavera árabe que se mantiene en el camino democrático. La batalla del Sinaí, junto al atentado mortal que ha costado la vida al fiscal general egipcio, quiere atraer hacia el yihadismo a los millares de Hermanos Musulmanes que han pasado a la clandestinidad y se han radicalizado por efecto del golpe de Estado militar, justo cuando se cumplen los dos años del derrocamiento de Morsi. El atentado de Kuwait, como los atentados en semanas anteriores en Arabia Saudí, en mezquitas chiíes, quieren atizar la guerra civil entre las mayorías suníes de los países árabes y los chiíes y extender los tentáculos hacia la Península Arábiga.

El repunte de muerte y violencia que se ha producido desde el 18 de junio, fecha en que empezó el Ramadán, conduce a pensar que el califato ha decretado una campaña para celebrar su primer aniversario y a la vez festejar con una orgía de muerte el mes musulmán del ayuno y la oración. Si los musulmanes devotos y pacíficos redoblan sus prácticas religiosas durante este mes santo, también lo hacen los creyentes que identifican el islam con la yihad violenta contra los descreídos. Abu Muhammad Al Adnani, lugarteniente y portavoz del EI, ha hecho este año, como ya hizo en 2014, un llamamiento a intensificar la yihad y buscar el martirio como la forma más eficaz de piedad islámica durante el mes. De ahí que quepa esperar más atentados y alguna nueva ofensiva militar antes de la fiesta del Eid el Fitr, el 18 de julio, en la que se celebra el final del ayuno.

 Según la experta libanesa Lina Khateb, del Carnegie Endowment (The Islamic State Strategy. Lasting and Expanding), el Estado Islámico es un híbrido entre la ideología radical de Al Qaeda, la estructura de mando centralizada de Hezbolá y los métodos de organización territorial de los Talibanes. Si es así, la experiencia acumulada se remonta al Afganistán ocupado por los soviéticos en 1979 y sintetiza el historial de casi todas las ramas del terrorismo sagrado, a las que todavía hay que añadir la sabiduría terrorista de los servicios secretos, policías e incluso militares de las dictaduras árabes. Son muchos los expertos (la propia Khateb o el francés Jean–Pierre Filiou en su reciente libro From Deep State to Islamic state) que no dudan en atribuir el crecimiento del Estado Islámico a la siembra estratégica realizada por las autocracias para crear una amenaza mayor que justificara su papel como guardianes del orden occidental en la región.

Hay una diferencia respecto a Al Qaeda, que explica su carácter territorial y la localización de su núcleo en Siria e Irak. Mientras que la organización de Bin Laden se dedicaba obsesivamente al enemigo lejano occidental, el Estado Islámico ataca a su enemigo próximo, como son las minorías religiosas, los cristianos y sobre todo los chiíes, a los que considera los peores herejes. Con la sectarización del terrorismo, el EI hace un guiño a los suníes y, sobre todo, a su rama más radical y cercana, representada por los wahabitas, hegemónicos en la Península Arábiga.

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La única resistencia terrestre que ahora encuentra el EI es de carácter local: los chiíes y los kurdos, con el apoyo aéreo de Estados Unidos, en las respectivas regiones donde dominan en Irak y Siria. Turquía apenas se ocupa del califato, que le preocupa menos que los kurdos, sobre todo los del ilegal PKK, que es quien resiste en la zona fronteriza siria. Erdogan ha hecho hasta ahora la vista gorda con la entrada de yihadistas y el contrabando petrolero. No es el único con intereses geoestratégicos divergentes. Arabia Saudí y Qatar consideran al régimen de Teherán como un peligro existencial, casi al mismo título que lo considera Israel, y de ahí su inhibición a la hora de combatir al EI.

Mientras funcione la división sectaria, encabezada por Teherán y Ryad, no aparecerá la coalición islámica que pueda terminar con el monstruo. La actual ofensiva de Ramadán es en todo caso una demostración preocupante de la fuerza y la persistencia del Estado Islámico, que contrasta con las divisiones y dudas de los países que le combaten y conduce a concluir que hay califato para rato.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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