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CARTAS DE CUÉVANO
Columna
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Zorba y yo

Percibo que el digno optimismo del 'No' en el referéndum de todos los días no mitiga el desahucio ni alivia la falta de liquidez

Acorralado en el inesperado y despiadado corralito de una ya preocupante crisis económica, decidí convocarme a mí mismo a un personal referéndum ante las necias medidas de austeridad que ensombrecen ya todos los días. Se percibía poco proselitismo interno a favor de un posible a la continuidad asfixiante de las medidas de austeridad que me han impuesto bancos, parientes y acreedores diversos, al tiempo que la más íntima indignación que anida en el hipotálamo alimentaba un claro oleaje a favor del No, aunado a la patética estampa de verme un día sí y otro también, sentado en la fila del cajero automático sin viso alguno de poder sacar dinero en efectivo, no sólo por una crónica carencia de saldos a favor, sino por una ya epidérmica falta de liquidez hasta en la memoria.

Luego de una jornada dominical relativamente tranquila en la que la mayoría de mis neuronas y órganos vitales se manifestaron en mayoría por el triunfo del No rotundo, mi personal Ministro de Hacienda y Finanzas decidió renunciar en mi cerebro para así facilitar las inminentes negociaciones con bancos, parientes y acreedores diversos, además de otrora socios, cómplices y coeditores en esta ya muy mancillada vocación de intentar vivir de libros en un mundo con más números que letras, más videos de Youtubers que suplementos culturales y menos cultura que la que pretenden aparentar los políticos tecnócratas. Anochecía entonces con la amenaza no tan consciente o realmente probable de que me hallaré el resto de mis días fuera de la zona del Euro, expuesto a la irrebatible potestad de banqueros incólumes y jefes de Estado de países que ni conozco, pero con una suerte de serena dignidad muy optimista en la libre algarabía con la que ganó el No en mí mismo; dispuesto a negociar personalmente con Monsieur Hollande, aunque no niego las ganas que tengo de enviar a casa de Frau Ángela Merckel un inmenso caballo de madera como supuesto símbolo de buena voluntad para nuevas negociaciones (corcel que se conserva como souvenir de una pasada negociación helénica en Troya).

Así el desánimo, de pronto se empezó a escuchar en la azotea el hipnótico tintineo de una mandolina entrelazada con salterio que marcaban el inicio de una coreografía de pasos lentos, de derecha a izquierda, luego quietos. Intrigado subí al techo de casa y, al tiempo que mis hijos se integraban a la música armonizando ese baile que llaman Sirtaki que bailaba como neblina un entrañable viejo fantasma que no dejaba de reírse de mi cara como plato a punto de romperse en los mil pedazos de un llanto. Daban ganas de llorar de rabia ante los banqueros que recién rescatados del más grande desfalco jamás imaginado por el mundo cobran ahora despiadados intereses por tan sólo consultar saldos inexistentes en sus cajeros automáticos, y daban ganas de llorar de risa de esta ridícula pretensión de imaginar que uno realmente puede vivir de lo que escribe y llorar de la irracional resignación de haberme imaginado digno de una beca que en realidad se otorga no por la necesidad o premura económica del postulante, sino por quién sabe qué parámetros… y el viejo fantasma se reía, moviéndose de lado a lado con los brazos abiertos en cruz y la música se iba acelerando poco a poco, como una marea de espumas que va bañando poco a poco un paisaje del paraíso de casitas blancas anidadas en quién sabe cuántas islas que se podían de ver de madrugada desde la azotea de mi casa, supuestamente tan lejos de todo.

El viejo fantasma entrañable se llama Alexis Zorba y lo conozco desde tiempos en blanco y negro por una película que ahora todos parecen evocar, quizá sin haber leído la novela que la originó. El poeta, dramaturgo, cronista viajero, ensayista y novelista Nikos Kazantzakis publicó en 1946, Vida y tiempos de Alexis Zorbas, luego mejor conocida simplemente como Zorba el griego (tal como su autor también es quizá mejor conocido por su otra novela, La última tentación de Cristo, también convertida en película). Para mejores efectos de la madrugada de mi íntimo referéndum ante mi personal crisis económica, diré que releí la novela como quien se deja absorber por esa coreografía en aceleración del baile con los brazos extendidos, de vez en cuando, dando un salto al frente inclinando el torso como en caída, para luego volver a posición de firmes y cumplir los párrafos paso a paso, de izquierda a derecha, línea por línea.

Los analistas insensibles de las cifras inamovibles parecen no conmoverse ante el hambre y desesperación de millones de ciudadanos griegos

Con sabor de autobiografía, el narrador es un Kazantzakis que evoca haber conocido a un minero hace exactamente cien años. El viejo le recrimina desde el primer encuentro en un café esa necia manía de chupatintas que tienen los escritores que creen que absolutamente toda la realidad cabe en las páginas de un libro, obviando o incluso evitando abrir los ojos al paisaje que nos rodea: el sabor de la miel en la punta de la yema de los dedos, el vuelo de una cabellera negra como la madrugada, la música del mar o la piel de un árbol. “¿Hasta cuándo te la pasarás mordisqueando papel, manchándote de tinta? –dice en la madrugada Zorba y añade: “Mejor ven conmigo: miles de compatriotas griegos están al filo del abismo en el Cáucaso. Ven conmigo para intentar salvarlos juntos. Desde luego que quizá no los podamos salvar, pero nos salvamos a nosotros mismos con hacer el intento por salvarlos”.

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Como si no fuera una trama ubicada hace un siglo, evocada en una novela publicada en 1946, Kazantzakis escribió párrafos donde se debate precisamente la supuesta asepsia del intelectual encerrado en la torre de marfil de sus libros y el contundente contraste con el viejo minero de manos encalladas, carnes tatuadas por el trabajo constante, la mirada de mirlo que apenas sale a respirar en los tiros de las minas y la carcajada feliz de quien no le tema nada a nadie… el No en persona, con todas las posibles afirmaciones que se deriven de su determinación por sobrevivir.

Zorba el griego es entonces un “venerable padre” cuyo ejemplo debería ser el contagio que precisamente necesita el chupatintas o arrastralápiz. El vértigo encarnado de “… la mirada primitiva que se nutre amorosamente de lo verdaderamente elevado; la creatividad no necesariamente artística que se renueva con cada amanecer, que todo lo mira como si lo viera por primera vez, heredando así una suerte de virginidad sempiterna en los elementos cotidianos del viento, mar, fuego, mujeres y el pan; la mano firme, el corazón fresco, la galante habilidad del hombre infalible capaz de burlarse de su propia alma por aparentar albergar un poder incluso superior al del alma humana y, finalmente, esa salvaje y desatada carcajada que surge desde el pozo incluso más profundo que el de las más profundas entrañas del hombre, una risa que hacía erupción desde el envejecido pecho de Zorba como una forma de redención, explotando con el suficiente poder para demoler (y de hecho, demolía) todas las barricadas –morales, religiosas o nacionalistas—erigidas en torno a sí mismos, los biliosos y blandengues humanos que se tambalean seguros de sí mismos a través de sus disminuidas vidas minúsculas”.

En realidad, desconozco la impalpable trigonometría que podría cuadricular la salvación de Grecia y he olvidado las necias fórmulas de la teoría económica que apuntaban a la promesa de puntos de equilibrio, excesos de oferta compensados con elasticidades de demanda, paridades concertadas y velocidad del dinero. Percibo que el digno optimismo del No en el referéndum de todos los días no mitiga el desahucio ni alivia la falta de liquidez, pero dejo para colmo de la ironía –confirmación de la más pura agua del azar—que en la novela de Nikos Kazantzakis, el viejo fantasma Zorba danzando en el techo de la madrugada llega a enviarle un enigmático telegrama al narrador arrastralápiz y chupatintas desde una mina en Creta, asegurándole haber encontrado una hermosa piedra verde. Se trata del principio de la novela y al narrador le parece ofensivo que el viejo Zorba le envíe un telegrama mentando el milagroso hallazgo de una valiosa gema verde, al tiempo que él se halla en Berlín, en la Alemania de un ayer que ya ni parece recordar el Bundesbank, donde “millones de personas humilladas han sido forzadas a postrarse de rodillas porque carecen de una rebanada de pan que sostenga su espíritu y sus huesos”, y el narrador subraya –para espejo de estos días—“Alemania que entonces padecía intensa hambruna; el papel moneda había caído tan bajo que uno tenía que cargar sacos rellenos con millones de marcos para realizar la más mínima compra en el mercado y, al entrar a cualquier restaurante para comer, uno tenía que abrir la servilleta retacada de billetes para vaciarla sobre el mantel y así poder pagar… y así llegó el día en que se necesitaban 10.000 millones de marcos para pagar una estampilla de correos”.

En esa Alemania ahora olvidada en sepia –la que según ha dicho Thomas Piketty (para mayor INRI del calvario económico griego) “la Alemania que no ha pagado la deuda de tanto dinero que se invirtió en su reconstrucción”—Nikos Kazantzakis puso en tinta un país de “Hambre, frío, ropa raída, zapatos con suelas abiertas y rojas mejillas alemanas vueltas amarillas, donde soplaba el viento de otoño y la gente se caía en las calles como hojas secas. A los niños se les daba un pedazo de hule crudo para que al mordisquearlo dejaran de llorar y la policía patrullaba los puentes sobre los ríos para evitar que las madres se tirasen al vacío de madrugada, intentando salvarse por ahogarse”. La misma madrugada donde releo las páginas de una novela, coreografiada como danza para no tirarnos del puente de la azotea de la más sincera desesperación; la misma madrugada donde los analistas insensibles de las cifras inamovibles parecen no conmoverse ante el hambre y desesperación de millones de ciudadanos griegos ahogándose en el torrente de una tragedia no del todo racional y cuadriculable… y uno se pregunta si no nos salvaríamos todos con intentar hacer el intento de salvarlos.

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