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Las horas bajas de Aminta Granera

La jefa de la Policía de Nicaragua, antes una de las mujeres más admiradas del país, ahora es señalada por los abusos policiales

Carlos S. Maldonado
La jefa de la Policía de Nicaragua, Aminta Granera.
La jefa de la Policía de Nicaragua, Aminta Granera. Esteban Felix (AP)

En la década del setenta una joven aspirante a novicia de León, de familia acomodada y que tocaba la guitarra, fue atraída por la épica lucha de unos muchachos que soñaban con derrocar a la dictadura somocista, hartos de que su país fuera gobernado durante cuatro décadas como una república bananera, hundido en la violencia política, la pobreza y sin libertad.

La joven Aminta Granera cambió sus aspiraciones de entregarse a Dios en cuerpo y alma por una más mundana: el apoyo al Frente Sandinista para echar del poder a Anastasio Somoza Debayle, el último de la dinastía. Como ella, centenares de jóvenes de la clase media nicaragüense apoyaron lo que luego se conocería como la revolución sandinista. Con el triunfo de esa revolución comenzó el ascenso de Granera dentro de la burocracia del país liberado, primero en las filas del Ministerio del Interior fundado por el fallecido comandante Tomás Borge.

Con la caída del sandinismo en 1990, Granera formó parte de la nueva Policía Nacional de Nicaragua, un organismo que aspiraba a dejar sus raíces partidarias para convertirse en una institución profesional. Granera fue ascendiendo dentro de la institución con una hoja intachable, hasta que el 5 de septiembre de 2006 el entonces presidente Enrique Bolaños —un político de credenciales conservadoras—la nombró jefa de la Policía.

La llegada de Granera a la máxima jefatura de la Policía generó grandes expectativas en el país, porque se trataba de una mujer profesional, preparada en temas de seguridad, conocedora de la institución y de la realidad política de Nicaragua y con un discurso social.

Rápidamente se convirtió en un personaje respetado y querido en Nicaragua, a tal punto que en las encuestas marcaba como la personalidad mejor valorada del país, con una opinión favorable superior al 80%. Bajo su cargo la Policía comenzó una lucha frontal contra el narcotráfico (llegó a decomisar hasta 50 toneladas de drogas y más de 1,200 armas al crimen organizado), procuró mantener los bajos niveles de violencia del país (Nicaragua tiene una de las tasas de homicidios más bajas de Centroamérica, 8.4 por cada cien mil habitantes), con tasas de secuestros extorsivos de un promedio de cuatro al año y mejoró la imagen de la institución al destituir a oficiales corruptos. Muchos le veían un futuro político como posible candidata a la Presidencia.

Granera demostró, de forma audaz, ser una maestra de la comunicación y las relaciones públicas. Logró crear un aura de mujer competente, sensible a los problemas sociales, de mano fuerte pero benevolente, una cazadora de los malos, una súper mujer que se plantaba ante el narco o el crimen organizado para evitar que infestaran al país. Ella dibujó una Policía que sería idealizada a nivel internacional, escondiendo muy sagazmente los errores de sus subalternos y la corrupción que castigaba a la institución.

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Pero la imagen de novicia rebelde que dejó el hábito para sacrificarse por su país poco a poco ha ido dando paso a un descontento general. Es como si con el tiempo la hermosa pintura que ella misma estilizó se ha comenzado a desteñir, dejando en evidencia sus flaquezas y su ambición. La prensa nicaragüense ha documentado el incremento exponencial del patrimonio económico de la exnovicia, que pasó de tener una pequeña casa de clase media en las cercanías del viejo Estadio Nacional de Béisbol de Managua, a una mansión supervigilada en una zona semirural, mientras en la entrada a la ciudad de León, cuenta con un ostensoso cortijo que ella rescató y rehabilitó.

El deterioro de su imagen también va de la mano de las ambiciones del presidente Daniel Ortega de controlar la Policía, de hacer retroceder la institución hasta sus orígenes, cuando era un órgano armado a las órdenes del sandinismo. Ortega ha modificado la Ley Orgánica de la Policía para asegurarse su subordinación, ha ascendido en la escala de sucesión a oficiales afines, retirado a otros leales a Granera, y ha convertido a la Policía en un órgano que ha pasado del respeto y la admiración de los nicaragüenses a ser temido por la población.

Y en el proceso, Aminta Granera claudicó. No sólo se mantuvo en el cargo ilegalmente, sino que entregó la institución a las órdnes directas del Comandante. Las organizaciones de derechos humanos han denunciado abusos de parte de la policía, las celdas de la Dirección de Auxilio Judicial (DAJ), conocidas popularmente como El Chipote, se han convertido en centro de tortura de opositores, campesinos, jóvenes activistas.

Oficiales de la Policía han reventado con violencia protestas contra el gobierno, desde los miles de campesinos que se han opuesto abiertamente a la construcción de un canal interoceánico en el país —cuya concesión fue entregada por cien años al misterioso empresario chino, Wang Jing— hasta la de un grupo de ancianos que formaron un movimiento llamado con cariño como “los viejitos”, que exigían al Gobierno la entrega de una pensión mínima. Ese movimiento logró la solidaridad sin precedentes de centenares de jóvenes, que apoyaron la protesta al ritmo de música y vigilias, pero que una noche fue asaltado a la fuerza por huestes del Frente Sandinista, bajo la vista y paciencia de oficiales de la Policía Nacional. Hubo ancianos y jóvenes heridos y detenidos, vehículos robados, pero lo que más dolió a la población fue que aquel ataque quedó en impunidad. Aminta, como el juramento siciliano establece, calló ante el asalto.

Pero lo que ha despertado una indignación general fue el asesinato, la noche del sábado, de dos niños y una mujer de 22 cuando regresaban junto a su familia de un oficio religioso. Granera se trasladó esa misma noche hasta la zona del asalto. Prometió justicia. Y lloró. Un llanto que, sin embargo, no ha convencido a los nicaragüenses, que piden la dimisión de la mujer que hasta hace unos años admiraban. Granera dejó pasar más de cuatro días sin acusar ni presentar a los agentes y oficiales involucrados en la matanza.

El año pasado, cuando Ortega ordenó la destitución de dos oficiales leales a Granera, la jefa policial dijo: "Aquí nosotros no somos eternos, nadie es eterno. Todos tenemos que salir, unos ahora, otros mañana y otros pasado mañana”. Muchos se preguntan si ya llegó el turno de la jefa policial. Granera, que lleva pequeñas reliquias religiosas colgando en sus muñecas, dijo el lunes: “no pondré mi renuncia”. A pesar de vivir sus horas más bajas, Granera se resiste a caer.

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Sobre la firma

Carlos S. Maldonado
Redactor de la edición América del diario EL PAÍS. Durante once años se encargó de la cobertura de Nicaragua, desde Managua. Ahora, en la redacción de Ciudad de México, cubre la actualidad de Centroamérica y temas de educación y medio ambiente.

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