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Columna
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Por qué la sangre del león Cecil nos mancha a todos

Quizás esa indignación generalizada contra el cazador refleje una toma de conciencia: o nos salvamos y respetamos juntos, o juntos nos perderemos

Juan Arias

El león africano Cecil, muerto a flechazos por un dentista y cazador estadounidense en el parque Hwange de Zimbabue, se ha convertido en el emblema de la crueldad humana con los animales. Su sangre nos mancha a todos.

El mundo, y sobre todo los niños, están llorando la muerte de Cecil y para consolar a los pequeños los padres les hacen dormir abrazados a un león de juguete.

Es posible que esa historia que se apoderado de las redes sociales nos haya dolido a cada uno de nosotros por motivos diferentes. Sin duda, en ella se mezclan una serie de elementos que hacen más repugnante y simbólica esa tragedia animal, como el engaño para arrancar a la fiera del parque, su muerte cruel al dejarle dos días agonizando, su posterior decapitación y los 50.000 dólares pagados para corromper, supuestamente, a guías del parque.

Los soberbios humanos no debemos olvidar que la vida animal está estrechamente ligada a la nuestra. Formamos, personas y animales, una única familia indisoluble

Sí, ya lo sé. Hay quien ha escrito: ¿por qué tanto ruido por el sacrificio, aunque doloso, de un león, cuando se asesina cada día a miles de humanos inocentes? ¿Qué añade la muerte cruel de un animal a la barbarie que nos brinda cada día nuestra presunta humanidad? ¿Por qué la gente no llora, protesta y se indigna más bien con las injusticias sociales que siembran de víctimas nuestro planeta?

Y, sin embargo, la crueldad perpetrada contra el león está ahí. El mundo se ha levantado contra el cazador estadounidense. Quizás porque lo ha visto como el espejo que nos devuelve lo más bajo de nuestros instintos de violencia y desprecio por la vida. Y cuando hablamos de vida, los soberbios humanos no podemos ni debemos olvidar que la vida animal está estrechamente ligada a la nuestra. Formamos, personas y animales, una única familia indisoluble.

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Quizás esa indignación generalizada contra el cazador del león refleje una toma de conciencia colectiva y positiva de que en este mundo nuestro, o nos salvamos y respetamos juntos o juntos nos perderemos.

Si a cada uno le ha podido doler el sacrificio inútil y bárbaro de Cecil por un motivo diferente, hay uno que ha quedado silenciado o inadvertido. Palmer, el dentista cazador, se dice arrepentido. Pero no de su crueldad con el animal, sino porque, dice, “no tenía ni idea que el león fuera tan famoso y conocido”.

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¿Eso significa que si hubiese sido un león cualquiera, sin fama, sin nombre, sin gloria, no se habría arrepentido de engañarle, matarle y torturarle y hasta pagar por ello?

¿No les recuerda eso lo que pensamos del trato que merecen en nuestra sociedad humana los famosos e importantes, al revés de los anónimos y sin gloria? ¿No suelen ser tratados incluso en los tribunales de justicia de forma diferenciada los famosos e importantes, los que ostentan poder y riqueza, y los parias de las tres p: pobres, putas y negros (pretos, en portugués)?

¿No nos recuerda la sorpresa del cazador que mató al león porque no sabía que era famoso lo que se hace con las gentes de nuestras comunidades carentes? Allí las víctimas de la violencia institucional son sacrificadas sin excesiva preocupación, ya que no son famosos, ni tienen nombre y poder,

África, la tierra del león Cecil, es otro emblema de esa injusticia e indignidad internacional perpetrada contra los que no son famosos. Es un continente abandonado a su suerte. La muerte de sus hijos no nos quita el sueño.

¿Causaría el mismo clamor mundial, el mismo eco en los medios de comunicación, el naufragio de un barco con miles de emigrantes africanos anónimos que si los náufragos fueran grandes industriales, políticos o artistas de fama de Estados Unidos?

La sorpresa del cazador por el clamor de protesta contra quien mató al animal debería hacernos reflexionar. Y los 50.000 dólares pagados para martirizar al león son un escarnio para todos los que en el mundo pasan hambre o mueren por falta de dinero para curarse.

Cuando el Rey de España, Juan Carlos I, pagó unos 75.000 euros para matar por deporte a un elefante también en África, una mujer que no conozco, Esther Marin, escribió en mi blog algo que conservé y nunca olvido: “Con lo que el rey pagó para darse el gusto de matar a un elefante inocente, yo hubiera salvado a mi hija de cinco años. La perdí porque no tenía recursos para conseguirle unas medicinas muy caras que podía comprar solo en Estados Unidos”.

Aquella niña y aquella madre formaban parte de esos millones de humanos que pueden morir, sin que nos escandalicemos, porque a fin de cuentas no eran famosos.

¡Gracias, león Cecil, por estar despertando con tu sacrificio inútil y cruel nuestra conciencia burguesa y adormecida!

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