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Cartas de Cuévano
Tribuna
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México en Mallorca

El Festival de Pollença reúne a lo más granado y célebre del panorama musical

Vine a Pollença porque me dijeron que aquí acompañaría en guitarra el hilarante relato El mariachi, mi madre y otras especies protegidas leído por su autor, Juan Villoro, acompasado con los dieciséis dedos que tiene en la mano izquierda Guillermo Zapata El Caudillo del Son y por lo menos siete canciones en la voz incomparable del poeta Hernán Bravo Varela. Villoro adaptó uno de sus cuentos más recientes al contexto que nos ofrecía Mallorca al agregar dos magníficas crónicas sobre la figura de la madre –y en círculos concéntricos, todas las especies protegidas que de ella se desprenden o dependen—y el resultado fue una confirmación de que la alta literatura de Jorge Ibargüengoitia vuelve a retoñar cuando el ingenio se funde con la inteligencia, allí donde Villoro domina el sarcasmo sin burla, la metáfora al punto y seguido, los ripios de lo irracional con los planos diversos de lo risible… y para guinda, la voz del poeta que canta como nadie. Hernán Bravo Varela es un ensayista de nota alta y un poeta de altos vuelos, pero quienes lo hemos escuchado cantar no dejamos de soñar en que su biografía musical ya le confirma la merecida admiración de su grandeza como persona: canta como dios, como una ola que no golpea la isla pues se confunde con ella como paisaje de nubes pintadas a mano y todo con los acordes donde armoniza como trenza El Caudillo del Son. Pollença merecía seguirlos escuchando incluso más allá de la duración del Festival de Pollença 2015 que abrió así una semana entera de su programación como Aproximación a México.

En algún momento de eternidad se juntaron montaña y mar, paisajes extendidos de ocres fértiles y verdes en sinfonía, piedra y nubes… para llamarse Mallorca

También vine a Pollença porque me dijeron que me tocaría narrar una breve explicación de la vida y obra de Silvestre Revueltas (quizá porque me le parezco, al menos físicamente) en un concierto donde la Orquesta de Baleares sería dirigida por el gran Ángel Gil Ordónez, ese genio que llaman en inglés Conductor, que dirige desde hace años el magnífico proyecto del Post-Classical Ensemble junto con Joseph Horowitz y que desde hace casi un lustro dirige la música sinfónica que emana de Georgetown University. Todo ello envuelto en ropaje de gala para escuchar cantar a Eugenia León las canciones donde Revueltas musicalizó versos de Nicolás Guillén y al menos dos canciones tradicionales mexicanas, para posteriormente proyectar en pantalla la película Redes, dirigida por Fred Zinnemann, estelarizada por pescadores y pueblerinos mas no actores profesionales que con música de Revueltas escenifican un cuadro de crudo realismo soviético: planos perfectos fotografiados por Paul Strand, allí donde las utopías revolucionarias se quebraron con la cruda realidad de los oprimidos y sus magros ingresos… enredados en una desolación en blanco y negro.

En algún momento de eternidad se juntaron montaña y mar, paisajes extendidos de ocres fértiles y verdes en sinfonía, piedra y nubes… para llamarse Mallorca. Quien no conozca la isla puede convertirse en pocos minutos en el átomo hipnotizado que, sabiéndose rodeado por la mar en femenino, se siente único, irrepetible y abierto a todo cambio en la brisa. De la acalorada fantasía de Palma –con su catedral que parece inmenso castillo de arena y sus callejones ardientes donde cada patio abierto parece un alivio de respiración—salimos convencidos de que merece por lo menos una estatua el genio al que se le ocurrió juntar el pan dulce de la ensaimada azucarada con una buena dosis de sobrasada (ese embutido que se logró al trocear el jamón y mezclarlo con pimiento rojo, a falta de los climas y alturas de otros lares donde el jamón se cura colgado de los techos). Así el camino que conduce al norte de la isla está salpicado de pueblos al óleo, paisajes de aguafuerte, acuarelas de trasfondo y poco a poco se va mezclando en la saliva un idioma que se vuelve reconocible por los sabores, por la gente que parece ser amable en cada parlamento y por todos los sabores de absolutamente todo lo que se come en la isla.

El Festival de Pollença se fundó en 1962, lleva más de medio siglo de reunir en el Claustro de Sant Domingo y en otras capillas, plazas y patios de esta hermosa localidad del alma a lo más granado y célebre del panorama musical. Por aquí he visto al fantasma del violinista Philip Newman (fundador del Festival) y la gruesa nube de Andrés Segovia, mucho solista en espectro y tanta música intemporal, pero ayer cantaba en la isla Ute Lemper y mañana reverberarán los ecos de tanto músico, compositor, intérprete, orquesta, solista, filarmónica y trío o cuarteto que ha venido a multiplicarse en Pollença. Desde hace varios años dirige este sueño el compositor Joan Valent con el acierto de ecualizar con prudencia y buen gusto la elevada calidad de cada concierto y presentación con el ánimo poco común de contagiar al espectador –lugareño o visitante—con el impredecible sabor de la cultura que se desdobla: hablo de que Joan Valent –que ha triunfado con sus composiciones no sólo entre orquestas de prestigio internacional, sino también como pauta de largometrajes que han conquistado los Goyas, Hollywood y anexas—también ha logrado una fórmula funcional para la proliferación de los buenos gustos: reunir sobre un ponderado programa de actividades el paladar con el olfato, el tacto con la vista… es decir, que la cultura es música y también la cocina donde se mezcla lo salado con lo dulce (ensaimada con sobrasada) y así en esta ocasión (con apoyo de la Secretaría de Turismo de México) Pollença se inundó también de tacos, tamales y todo un arco iris de comida mexicana orquestada por un digno cartel de reconocidos chefs que pusieron en la mesa lo que los escritores, compositores, cantantes y creadores en general de México hemos de seguir presentando como lo mejor de nosotros, más allá de tanta mala noticia que viene de México: ese otro sueño de paisajes perfectos, rodeado de mares, con montañas que se tapan de nieve y llanos interminables donde todo lo que se siembra explota de pronto como un deseo que se lanza al estanque nomás para ver qué tantos anillos se forman para coronarlo. Como quien sueña Mallorca en medio del Mediterráneo.

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