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CINCO ESCALAS FUERA DE RUTA (y V)

La peor cara de África

República Centroafricana se desangra por una violencia que ha causado miles de muertos y casi un millón de desplazados

José Naranjo
Soldados franceses el pasado mayo en Bangui, capital de República Centroafricana.
Soldados franceses el pasado mayo en Bangui, capital de República Centroafricana.AFP

Me resulta imposible expresar la cólera, la angustia y la vergüenza que siento ante las acusaciones, recurrentes en los últimos años, de explotación sexual y abusos cometidos por fuerzas de la ONU (…) Ya es demasiado”. Visiblemente enfadado, en un tono nada habitual en la diplomacia internacional, el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, comparecía el 12 de agosto para anunciar la destitución del jefe de la misión de la ONU en República Centroafricana, la MINUSCA, después de que Amnistía Internacional hiciera pública la violación de una menor de 12 años por un casco azul en el barrio PK5 de Bangui, la capital. Una niña agredida por quien debía protegerla. El enfado de Ban Ki-moon es comprensible: no era la primera vez que ocurría algo así.

En las últimas semanas otras dos mujeres han denunciado hechos similares, lo que eleva a 14 los casos de abusos sexuales en los que se han visto envueltos soldados de la paz, sobre todo cameruneses, congoleses y ruandeses, desde que comenzó su despliegue en este país africano en abril de 2014. A todo ello hay que sumar las presuntas violaciones y abusos sexuales a cambio de comida cometidos contra menores de entre 8 y 15 años el año pasado por soldados franceses de la Operación Sangaris, también en Bangui, que están siendo investigadas por la Justicia gala.

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Estas recientes denuncias han hecho que, al menos por un instante, el mundo gire la mirada hacia el corazón de África para recordar que allí sigue un país desangrado por una espiral de violencia que ha provocado miles de muertos, casi un millón de desplazados y una gran crisis humanitaria. Como ocurre en la República Democrática del Congo, el norte de Malí, el noreste de Nigeria o Sudán del Sur, uno de esos conflictos olvidados que muestran la peor cara del continente africano.

Desde que alcanzara la independencia en 1960, la República Centroafricana (que cuenta con unos cinco millones de habitantes y es el séptimo país más pobre del mundo) fue durante años una pieza más en el juego de los intereses franceses en la región, lo que unido a la intensa pugna entre grupos rivales por el control del poder y los recursos naturales que abundan en su suelo, sobre todo diamantes pero también oro, uranio y petróleo, se tradujo en una sucesión de rebeliones y golpes de Estado que solían triunfar cuando eran apoyados o tolerados por la exmetrópoli. Un dato: de los siete presidentes que ha tenido el país, solo uno ha sido elegido en las urnas.

El penúltimo capítulo de esta agitada historia comenzó el 10 de diciembre de 2012, cuando los rebeldes del norte agrupados en torno al movimiento Seleka, hartos de esperar que se cumplieran las condiciones del último acuerdo firmado con el Gobierno en 2007, inician un imparable avance hacia la capital a donde llegan en marzo de 2013 derrocando al presidente François Bozizé y tomando el poder.

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Sin embargo, Seleka, una heterogénea alianza sin un verdadero proyecto, estaba más interesada en el saqueo y la rapiña que en articular una alternativa política. Para cientos de miles de centroafricanos, el año 2013 fue un infierno en la tierra. Pueblos arrasados, masacres, robos..., Los Seleka, de mayoría musulmana, atacaban sobre todo a la población cristiana introduciendo la peligrosa variable religiosa en el conflicto de un país en el que las distintas confesiones religiosas convivían en relativa calma. En respuesta a esta violencia reaparecen en la escena los grupos de autodefensa cristianos denominados antibalaka, que lideran una contraofensiva contra los rebeldes y, por extensión, contra los musulmanes sospechosos de colaborar con estos.

La presencia de la ONU es necesaria pero debe redoblar esfuerzos para evitar nuevas violaciones

El líder rebelde que se había autoproclamado presidente, Michel Djotodia, es incapaz de controlar la situación. Ni siquiera su decisión de disolver oficialmente a Seleka logra frenar la espiral de odio. Una misión de paz de la Unión Africana, luego sustituida por una fuerza de paz de la ONU y el despliegue de unos 2.000 soldados franceses tratan de calmar los ánimos, pero los ajustes de cuentas siguen sobresaltando al país. Finalmente, la presión internacional logra hacer dimitir a Djotodia y en enero de 2014 es nombrada una presidenta de transición, Catherine Samba-Panza.

Desde entonces, los esfuerzos por acabar con la violencia, que han incluido la presencia de una misión europea con notable presencia española, han dado algunos frutos, pero el proceso es lento y está lleno de obstáculos. Miles de civiles musulmanes se han visto forzados a huir de la capital mientras sufren los ataques de los antibalaka. Los estallidos de violencia se producen con demasiada frecuencia. El pasado 20 de agosto, un musulmán fue asesinado en Bambari. En las 24 horas siguientes, jóvenes de esa religión se lanzaron a una nueva masacre de cristianos. Resultado: diez muertos y una decena de heridos.

En el último año y medio han tenido lugar acuerdos de paz, foros de diálogo, un intento de desarme que nadie parece respetar y un proceso de transición prorrogado varias veces que debería conducir a la celebración de unas elecciones presidenciales y legislativas antes de final del presente año. Pero, ¿cómo celebrar unos comicios creíbles cuando una cuarta parte de la población está desplazada y la supervivencia diaria es el único y gran objetivo para muchos de ellos? ¿En qué condiciones irán a las urnas quienes siguen sometidos al antojo de los exSeleka, en el noreste, o de los antibalaka, en el sudoeste? En este contexto, la radicalización de la amenazada población musulmana es más que posible.

El futuro es incierto. Con los señores de la guerra controlando aún buena parte del territorio y una frágil transición amenazada por los intereses de grupos armados que controlan los recursos, la presencia de las fuerzas de la ONU se antoja imprescindible en un Estado que ya ha empezado a deslizarse por la pendiente de los Estados fallidos. Pero la misión de paz tendrá que mostrar una mayor capacidad para proteger a la población. E investigar, identificar y condenar a los responsables de las violaciones para lavar su maltrecha imagen, redoblando esfuerzos para que esto no vuelva a ocurrir.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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