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MIEDO A LA LIBERTAD
Columna
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Corrupción: delito de alta traición

El peligro es ignorar que no es solo un problema de castigo, sino de estructura legal

En América es una creencia generalizada que la gripe, la viruela y la corrupción fueron importadas por la conquista.

Generaciones y generaciones de americanos han vivido con la corrupción como se vive cotidianamente con el cumplimiento de las funciones orgánicas del cuerpo humano. Porque ser poderoso y corrupto ha sido casi tan inevitable como comer y respirar.

La corrupción forma parte del decálogo de las promesas de dos siglos.

La corrupción forma parte del decálogo de las promesas de dos siglos

Cuando América buscaba la democracia no tenía tiempo más que para lamentar en abstracto que la corrupción formaba parte de su ser.

Otto Pérez Molina, expresidente de Guatemala, ha experimentado lo que se debió sentir durante las grandes turbulencias de la época del Terror, al dormir en un palacio y despertar en una celda.

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Y ha sido así porque la corrupción ha dejado de ser un mal inevitable. Y también ha dejado de ser parte de las necesidades orgánicas de los políticos para convertirse en un delito de alta traición que afecta por igual a todos y a cada uno de los ciudadanos. En México, los niños crecieron aprendiendo que “el que no transa, no avanza”.

Y en España, todos los casos de corrupción que han ido arrastrando los catalanes del Gobierno de Convergència Democrática, más los del PSOE y PP en el resto del Estado,  poniendo contra las cuerdas lo que en su momento fue un exitoso proceso de transformación política, son ahora los signos inequívocos de una enfermedad social que en América está sufriendo una curiosa transformación.

Antes la corrupción era un problema aislado, cuando alguien se aprovechaba de su poder mediante el abuso y el robo, tomando lo que no era suyo para llevárselo a su bolsillo, perjudicando así al pueblo entero.

Pero hoy es la causa directa, no sólo de la pérdida del impulso moral de un país, sino de la mala construcción de las carreteras, de la muerte por medicinas caducadas, de la mala enseñanza en las escuelas y de la incapacidad para salir del circuito de la pobreza estructural.

En Brasil, la corrupción ya no es un delito individual, es de hecho un golpe de Estado contra la moral y los principios del pueblo brasileño.

Pero lo que hoy sorprende es el efecto contagioso del castigo indiscriminado que se exige a los corruptos.

Porque ahora la corrupción es el principio y el fin de millones de personas que nunca han salido de la pobreza extrema. Ahora se encuentra en los pilares que sepultaron a miles de ciudadanos en el sismo de 1985 en México. Y está también en el hartazgo de un pueblo que vive en una democracia formal, donde hay mucha injusticia y muy pocas ganas de arreglar la brecha social.

Ese salto cualitativo, que delinea la diferencia entre la corrupción para los corruptos y la corrupción como delito de alta traición, resulta ser un fenómeno relativamente nuevo.

El problema más grave es que la lucha contra la corrupción en América Latina no es precisamente la primavera árabe. Y que ahora América, tan indefensa institucionalmente, depende del poder judicial, que más allá de las referencias universitarias a Montesquieu, ha estado siempre al servicio del primer poder. Es decir, los jueces ganan las limosnas que les dan los parlamentarios al servicio del poder Ejecutivo.

Por eso ahora, el gran peligro está en que, una vez iniciada la recuperación moral, se ignore que no sólo es un problema de castigo, sino que también es un problema de estructura legal para garantizar que lo que hoy tumba presidentes, alienta esperanzas y anuncia primaveras no será en un futuro la mejor forma de volver a poblar de pinochets las Américas.

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