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Tribuna
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Los ojos del papa Francisco

Cuando está al lado de la gente sus pupilas parecen dilatarse para observarla mejor

Juan Arias

Francisco ha sido el primer papa que ante el drama de los refugiados huyendo del horror de sus países en guerra, ha pedido que el Vaticano y todas las parroquias de la Iglesia les abran sus puertas.

La teología de Francisco es, en efecto, la de la compasión, que se esfuerza por colocarse en el lugar del otro. Sus ojos observan más con el corazón que con las leyes y los dogmas. Cuando está al lado de la gente sus pupilas parecen dilatarse para observarla mejor.

La mirada de Francisco es aguda para descubrir el sufrimiento de las personas más que sus tropiezos. Se fija sobretodo en las cicatrices que en las personas deja la vida. Son los suyos ojos de madre más que de juez. Con los homosexuales, con los divorciados, con las mujeres que han abortado, con los teólogos excomulgados. Hasta con las lágrimas del niño que llora la muerte de su perro, a quién asegura que lo encontrará en el paraíso. Y ahora, sobretodo, con el calvario de los que se ven obligados a dejar su tierra huyendo del horror de la persecución, el hambre o la muerte.

La mirada de Francisco es aguda para descubrir el sufrimiento de las personas más que sus tropiezos

Su condena es contra la injusticia que los arrastra hacia lo incierto, y contra lo que ha llamado “la globalización de la indiferencia”. Para los refugiados, sin preocuparse por su religión, pide el abrazo y que se les abran las puertas de casa.

La mirada de Francisco llega a sospechar que en el corazón de las personas existe más apremio de redención y de felicidad de lo que confesamos. Que la Humanidad, a veces tan soberbia, es como un fino cristal que necesita de una mano amiga para no quebrarse. Y que puede ser más solidaria que egoísta cuando se la pone a prueba.

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Quizás por ello, a su lado, nadie se siente con miedo o en peligro. Sus ojos están limpios de rencor, penetran las rendijas del alma, saben intuir la carga de sufrimiento que deben soportar los diferentes, los excomulgados, los sin patria. Su forcejeo es para salvarlos contra los restos de inquisición prendidos en la piel del legalismo.

“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”, es su consigna, la misma que usó Jesús para salvar a la mujer adúltera.

Es el primer papa, de los siete que he conocido, que confiesa que le interesa más lo que una persona hace por los otros, que las veces que va a Misa.

Le cuesta condenar. Eso lo deja a Dios. Él prefiere consolar, aunque sabe ser duro con los poderes prevaricadores.

Francisco es el primer papa que no predica que la Iglesia Católica es la depositaria única de la salvación. Para él, las religiones son como las caras de un poliedro, todas iguales y diferentes, ninguna mayor que otra. Parece decir, con sus gestos de acercamiento a otros credos, que nadie tiene el monopolio de Dios. Para él no existen creyentes o no, sólo personas que sufren y aman. Y los que más sufren son siempre los más olvidados e invisibles.

El mundo, con sus tristes caravanas de refugiados a la deriva, huérfano de guías creíbles, está necesitando de miradas y de gestos como las de Francisco para sentirse más acogido que juzgado. Y más amado.

No quiere que le llamen papa.

Es sólo nuestro hermano Francisco, que hoy nos interpela para que no cerremos los ojos ante el drama que viven los refugiados, que son los nuevos crucificados de la Historia.

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