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Intacta materia de otros días

Tabogo, capital de Locombia, de calles enredadas, casas de colores y anacrónicos edificios que en algún ayer fueron modernos

De noche, deambulan insomnes los mismos fantasmas que hablaban a solas bajo la confusión del Sol. La ciudad cambia su nombre y entre la breve cuadrícula que la aleja del mundo parece entonces llamarse Tabogo, capital de Locombia, de calles enredadas, casas de colores y anacrónicos edificios que en algún ayer fueron modernos. Los indigentes hablan latín, hilan sus historias largas para pedir con insistencia ejemplar alguna moneda y todas las miradas coinciden en brillar de quién sabe qué manera.

Vuelvo a Bogotá y conoceré Medellín con el pretexto del Quinto Festival Visiones de México en Colombia que organiza de forma heroica y minuciosa la filial del Fondo de Cultura Económica, en círculos concéntricos desde el maravilloso Centro Cultural Gabriel García Márquez, caracol de libros en medio de esta ciudad que parece combinar a un tiempo las casas de un pasado que parece pertenecer a la amnesia y tantos-todos los futuros que merece la gente amable, de claridad en todas sus palabras de parlamentos cantados, inundados de tanta literatura en la piel que puebla Colombia que parecen tatuajes en el aire.

Confirmo que todo libro es una novedad en cuanto llega a las manos del lector que lo espera, sin importar que haya sido editado años atrás. Abro entonces como pequeño relicario el volumen La intacta materia de otros días, antología de textos al alimón de Manuel Mejía Vallejo y Álvaro Mutis (Alfaguara, 2013). A Mejía Vallejo lo acabo de conocer en tinta, a la sombra de las pocas luces que guían a los perdidos pasos de una madrugada fría, pero intuyo que no olvidaré los rayos de su prosa, los rizos con los que recrea el paraíso perdido de su memoria en sincronía casi musical con los versos de Mutis, la prosa del Gaviero, la sana melancolía de un amigo entrañable que llevaba toda la razón en los labios cuando declaró que –así como uno no muere del todo, mientras haya alguien que nos recuerde—así la verdadera muerte del ser se instala como el silencio en cuanto ya no quede nadie que recuerde los gestos, la sonrisa, la única manera de caminar. Yo me acuerdo de Mutis hoy, en la noche poblada de espectros y daría todas las horas del sueño con el que lo leo por volver a escuchar su conversación infinita, su carcajada abierta y ese termómetro de sabio con el que evitaba a los necios que se ofuscan con un adjetivo, los celos vacuos de quien no sabe leer un párrafo y cae siempre en interpretaciones huecas que nada tenían que ver con lo que navegaba Mutis en cada palabra.

Abro el breve volumen al azar y Mejía Vallejo se encarga de murmurar una suerte de inesperada ubicación para esta noche de Bogotá, un sitio detenido en el tiempo “un tiempo lleno de paciencia, dislocado en remolinos que fatigaban la niebla. El páramo era el eco de un estado de alma, todo se concentraba para la necesidad del regreso, para otra fuga de la fuga, cuando también es regreso la recuperación del sueño o de la pesadilla. La soledad era una protesta desgarrada por inútil, latente en la búsqueda de más fuertes raíces, donde la sangre circula en la vanidad del mito”. Más adelante, calle arriba, madrugada abajo, Mejía Vallejo ha de declarar que ya nadie recuerda a la tribu de los cazadores alucinados, los que poblaban la selva de su infancia, los de un pasado en blanco y negro que parece recrearse entre las sombras de esta callada Bogotá donde las páginas de Mutis parecen conducirme de vuelta al hotel.

En mitad de la selva, en la más oscura noche de los grandes árboles, rodeado del húmedo silencio esparcido por las vastas hojas del banano silvestre, conoció el Gaviero el miedo de sus miserias más secretas, el pavor de un gran vacío que lo acechaba tras sus años llenos de historias y de paisajes, dice Mutis como quien hace hablar al viento y si me preguntan ahora mismo la razón de este viaje en medio de la noche no podría encontrar mejor respuesta que la de confirmar que vine para volver a hablar con unos amigos, que los conozco de tinta y que así pasen mil años no han de olvidarse jamás sus gestos inconfundibles, su mirada iluminada, la carcajada instantánea y unas ganas irrefrenables –y contagiosas—por contar historias que produjeron el milagro de nunca enemistarlos entre ellos. Hablo de Gabo y del Gaviero, de Mutis y de García Márquez que hoy me han presentado en volumen de bolsillo a Mújica Vallejo, trío de noctámbulos en medio de la población flotante de Tabogo que pide limosnas en latín, que explica cada necesidad con párrafos largos que no son más que narraciones de viajes inventados, cuentos incansables… pura literatura: esa intacta materia de otros días.

Jorge F. Hernández

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