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El alcalde de Roma amenaza con vengarse tras dimitir

Marino se considera víctima de una confabulación de la política y la mafia para dejarle fuera de juego

Ignazio Marino llega al Ayuntamiento de Roma, en julio pasado.
Ignazio Marino llega al Ayuntamiento de Roma, en julio pasado.Alessandra Tarantino (AP)

El alcalde dimisionario de Roma, Ignazio Marino, está sopesando tirar de la manta como venganza al acoso político, mediático y hasta vaticano que ha sufrido durante los últimos meses para que dejara el bastón de mando. “Tengo miedo”, ha declarado, “de que Roma vuelva a ser gobernada por los mecanismos del pasado, la corrupción y la mafia”. Marino, un cirujano de 60 años afiliado al Partido Democrático (PD), dimitió el jueves tras publicarse que incluyó supuestos datos falsos en algunas facturas presentadas como gastos de representación.

El todavía alcalde —dispone de 20 días para repensar su dimisión— está convencido de haber sido víctima de una conspiración político-mafiosa. “Si no hubiese sido por las facturas”, asegura, “antes o después habrían dicho que tenía agujeros en los calcetines o me habrían metido cocaína en el bolsillo”.

No deja de ser cierto que los últimos meses de Marino al frente de la alcaldía de Roma se han parecido a esos documentales en los que una gacela o una cebra tratan de escapar del acoso de varios leones: el espectador sabe que, salvo el milagro caprichoso de un dios improbable, nada ni nadie puede impedir un final escrito en la naturaleza.

Marino, que llegó a la alcaldía en junio de 2013 con la aureola de hombre honesto e independiente frente a la viciada casta política, ha sufrido el ataque frontal de todos los “poderes fuertes” a los que desafió, empezando por su propio partido y terminando por el Vaticano. Cuando, a finales de 2014, la fiscalía de Roma descubrió la existencia de una poderosa organización criminal —Mafia Capital— que saqueaba los contratos públicos de la ciudad de Roma, el PD de Matteo Renzi dejó solo a Ignazio Marino. En vez de apoyar decididamente la lucha del alcalde por sanear las arcas y los métodos de contratación, optó por colocarle a dos comisarios –uno del partido y otro del Gobierno—, lanzando el mensaje de que no confiaba en la capacidad, aunque sí todavía en la honradez, del cirujano convertido en alcalde.

Bien es verdad que Marino se lo puso fácil. No solo no logró mejorar ni una de las carencias de una ciudad cada vez más sucia y caótica, sino que cometió errores absurdos que dieron alas a la presión política y mediática. En noviembre de 2014 se descubre que circula y deja aparcado su Panda rojo por zonas prohibidas y luego no paga las multas. En agosto de 2015, a pesar de tener el agua ya al cuello, sigue de vacaciones en América mientras en Roma estalla una gran polémica por los funerales de un viejo patriarca mafioso. Los herederos del clan alquilan un helicóptero para lanzar pétalos de rosa sobre la carroza fúnebre mientras suena la música de El Padrino. Detalles menores (unas cuantas facturas falsas, un coche mal aparcado, una ausencia inoportuna) en comparación con su lucha contra la infiltración mafiosa de la ciudad. Pero si una gacela ya lo tiene difícil para escapar de los leones, Marino se empeña en caminar como un pato mareado por una ciudad llena de minas.

El 18 de octubre de 2014 sucede un hecho que muy probablemente determina su destino político. Aun declarándose católico, Marino reta al Gobierno y, lo que es más peligroso, al Vaticano al organizar una solemne ceremonia para inscribir en el Registro Civil a 16 parejas homosexuales, 11 de hombres y cinco de mujeres. Italia, siempre a remolque de los derechos civiles, contempla aquel día cómo Marino se fotografía feliz junto a una pareja de hombres y a sus hijos adoptados. Ahora se sabe que donde no se muestran tan felices es a la otra orilla del Tíber. Cuando el alcalde, que siempre se preció de tener una buena relación con el papa Francisco, lo llama para explicarle su decisión, el secretario de Jorge Mario Bergoglio le cuelga el teléfono.

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Un desaire privado que se convierte en público el pasado 28 de septiembre, cuando Francisco, a bordo del vuelo de regreso a Roma tras su vieja a Cuba y Estados Unidos, niega que haya invitado a Marino a las jornadas de Filadelfia: “No, no lo he invitado, ni yo ni la organización. ¿Está claro?”. Esa desabrida contestación —que los presentes atribuyen a algún desencuentro oculto— se convierte en la extremaunción de un moribundo político.

Dos semanas después, abandonado por todos y puesta en duda su honestidad por cinco cenas o almuerzos privados pagados con la tarjeta oficial, Marino presenta su dimisión. No sin antes advertir de que tal vez haga público el contenido de su libreta negra con tapas duras: “Toda la corrupción política y mafiosa de la que he sido testigo y que aún no ha salido a la luz”. El doctor Marino ya sabe que en la política italiana no es bueno para la salud desafiar a los poderes fuertes: “Yo he recibido cartas con proyectiles dentro”.

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