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José y Rey, la inocencia linchada

Dos hermanos fueron asesinados en un pueblo de México por una turba que los confundió con delincuentes. Esta es su historia

Pablo de Llano Neira
José Abraham Copado, uno de los hermanos asesinados.
José Abraham Copado, uno de los hermanos asesinados.

La fachada de la casa de los Copado, en la Ciudad de México, es de un rosa desleído por el tiempo. Es una vivienda de los años cincuenta, de una planta. Hasta mediados de los noventa la planta baja la utilizaban de taller del negocio del abuelo de confección de medias y calcetines. Ahora es una sala de estar con las paredes envejecidas. “Queríamos enyesar toda la casa y pintarla para pasar la Navidad bien”, dice Felipe Copado. Pero el lunes de la semana pasada sus hermanos José y Rey murieron linchados en un pueblo cuando hacían una encuesta sobre marcas de tortillas.

Los vecinos de Ajalpan, una localidad del este de México, confundieron a los forasteros con secuestradores de niños y después de arrebatárselos a la policía, que intentó protegerlos, los mataron a golpes en la plaza e hicieron una hoguera con sus cuerpos. “Mis hermanos tenían cara de todo menos de secuestradores”, lamenta Felipe. “Rey tenía aspecto de cantante greñudo de rock pesado, y José era un flaquito cualquiera, un esqueleto andando”. Rey David y José Abraham Copado Molina tenían 39 y 30 años. Su padre, que murió en los años noventa, les puso esos nombres porque era un católico de familia cristera, los religiosos que se levantaron en armas hace un siglo contra la Revolución mexicana.

José era mecánico; Rey estaba casado y tenía dos gemelos de dos años

La madre se sienta junto a un mueble alto sobre el que está posada una pareja de cuervos de papel maché que hizo José. “Son un cuervo y una cuerva”, comenta Dulce María Molina, 63 años, que ahora tiene tres hijos vivos y dos muertos. Los dos muertos eran los que aún vivían con ella en la casa familiar. Uno de los vivos, Pablo Copado, dice a su lado que reclaman dos cosas: “Que agarren a los verdaderos culpables y que indemnicen a mi cuñada y a mi mamá, porque Rey y José eran su sustento”. José era soltero. Rey David estaba casado y tenía una pareja de niños gemelos de dos años. Todos vivían con Dulce María, que sale del marasmo al que ha sido trasladada por el trauma para decir:

–Yo creo que los mataron por la falta de cultura de esas gentes. Muchas veces sólo hablan sus dialéctos y ni siquiera pueden ir a la escuela.

–O por la falta de justicia, mamá –le matiza Pablo–. A lo mejor es la falta de confianza en el Gobierno y en la policía, que la gente se va al bulto y actúa sin averiguar ni nada. No lo sé, para mí es un dilema lo que pasó.

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Dulce María Molina entre sus hijos Pablo (a su derecha) y Felipe.
Dulce María Molina entre sus hijos Pablo (a su derecha) y Felipe.P. DE LL.

En México es corriente atribuir los linchamientos a tradiciones indígenas primarias. Pero Ajalpan, si bien está en un entorno de campo y tiene población indígena, es una pequeña ciudad de 30.000 habitantes. Todos los indicios apuntan más a la tesis del hijo que a lo que se le pasa por la cabeza a su madre. Hace poco Rey David le dijo a Pablo que los indígenas eran los que mejor lo trataban cuando andaba por ahí haciendo encuestas. “Me contó que en Chiapas una familia lo pasó a comer a su casa y le dieron de comer tacos de plátano. Eran tan pobres que sólo tenían plátanos para rellenar las tortillas”, explica Pablo.

José era mecánico, pero tenía tan poco trabajo que se sumó a hacer encuestas con Rey David, que en los mejores meses reunía unos 7.000 pesos, poco más de 400 dólares. Tenía que completar unas 15 encuestas al día para hacer una jornada de 300 pesos. Las encuestas eran minuciosas. La familia dice que los investigadores les han mencionado que es probable que el detallismo de las preguntas, con apartados sobre el número y edad de los hijos de los encuestados, fuera lo que encendió la llama de la sospecha entre algunos vecinos de Ajalpan.

"No lo sé, para mí es un dilema lo que pasó", dice su hermano Pablo

Rey se estaba construyendo una casa para su familia. “Había puesto los cimientos y nomás le faltaba el techo”, detalla Pablo. José tenía pendiente arreglar un coche de un cliente. El coche sigue aparcado fuera de casa. “Habrá que llamar al cliente para que se lo lleve”, cae en la cuenta el hermano. También estaba terminando de poner como nueva la Vespa que les heredó el abuelo. Felipe propone entrar al garaje para verla. Las hojas de la puerta de madera están descoyuntadas. Felipe las aparta con cuidado y se excusa: “Tenemos que ponerlas bien. Cuando me dieron la noticia me puse a romper todo lo que encontré”.

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