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En busca de El Dorado verde

Alemania se ha convertido en una potencia renovable para hacer frente al cambio climático: considera que el coste vale la pena

Parque eólico en el mar del Norte, en Alemania.
Parque eólico en el mar del Norte, en Alemania.Morris Mac Matzen (Reuters)

La transición energética de Karl Detlef empezó en Dinamarca. “Quería ver por mí mismo cómo funcionaba eso de los molinos”, afirma. Fue en 1989. Poco después, él mismo construyó uno, y luego otro, y otro más. Ahora, cuando este campesino sale de su vieja casa en el campo, ve docenas de aerogeneradores hasta la lejanía. Él tiene participación en 60 de ellos. “Y lo mejor es que casi siempre están funcionando”. En el norte de Alemania no hay montañas, y el viento llega directamente del mar. A sus 57 años, Detlef, igual que muchos de sus vecinos, gana dinero con cada golpe de viento. Regiones enteras se han rendido a la fiebre de la transición energética.

A cualquiera que llegue a Alemania en avión un día despejado, difícilmente le pasarán inadvertidas las consecuencias. Más de 25.000 molinos están plantados en el suelo como palillos de dientes. En el mar del Norte, cada dos meses se inaugura un nuevo parque eólico marino. Un millón y medio de ciudadanos de la República Federal han instalado placas solares con las que producen su propia electricidad. Y eso en un país con poco sol que basó su crecimiento industrial en el carbón y el acero, las máquinas de vapor y las energías fósiles. No obstante, todavía hoy, apenas un tercio de la electricidad procede de fuentes renovables. Para 2025 deberían representar entre un 40% y un 45%. Las casas y los coches tendrán que ser más eficientes, es decir, arreglárselas con menos energía. ¿Es tan fácil que todo esto funcione? “Por supuesto”, asegura Claudia Kemfert, experta en energía del Instituto Alemán de Investigación Económica. “No hay más remedio”. Según ella, en último término todo es una cuestión política. “Si nos dejasen”, afirma Detlef, “podríamos lograr incluso muchas más cosas más deprisa”.

Pero el crecimiento de unos tiene repercusiones para otros. Nadie lo sabe mejor que Dieter Faust, jefe del comité general de empresa de RWE, el mayor operador de centrales eléctricas de Alemania. “También nosotros vemos claramente que tenemos que cambiar”, sentencia, “pero no se puede pulsar sencillamente el botón rojo de la noche a la mañana. Hay en juego miles de puestos de trabajo”. Además, añade que el país necesita una electricidad fiable si el sol no brilla o el viento no sopla.

Más de 25.000 molinos están plantados en el suelo del país como palillos de dientes

No obstante, las centrales eléctricas están cada vez más a la defensiva. Hay plantas recién construidas que apenas pueden aguantar en el mercado eléctrico debido a que el suministro creciente de energías renovables hace que los precios caigan. De este modo, la energía se abarata tanto que incluso las centrales eléctricas más modernas y flexibles ya no son rentables. Pero también las más viejas están sometidas a presión, sobre todo las que queman lignito, la única materia prima fósil cuyo uso Alemania sigue fomentando a gran escala. Lo que ocurre es que el lignito desprende cantidades especialmente altas de dióxido de carbono, lo cual no es compatible con los objetivos climáticos del país. Además, en él están 5 de las 10 centrales eléctricas más perjudiciales para el clima.

De momento, la gran paradoja de la transición energética es que, con la expansión de las energías verdes limpias, las emisiones de gases de efecto invernadero no han disminuido, sino que incluso han aumentado. “El lignito está en auge porque en la UE emitir gases de efecto invernadero sale demasiado barato”, reconoce Michael Sterner, especialista en economía de la energía del Instituto de Tecnología de Regensburg. “No se está produciendo una correcta energía ventajosa. “Probablemente sea necesario un cambio social si queremos librarnos de las energías fósiles”, añade, y concluye que hay motivos suficientes para hacerlo.

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Sin embargo, cuando el año pasado el socialdemócrata Sigmar Gabriel, ministro alemán de Economía, propuso una tasa especial del clima para las viejas centrales de lignito, fue recibido con un clamor de indignación. Sindicalistas y compañeros de partido se lanzaron a la calle para proteger a las tres regiones productoras de este combustible. Dieter Faust, de RWE, también participó. Gabriel acabó claudicando.

Para personas como Karl Detlef, esto es una señal que le recuerda las batallas de otros tiempos. Cuando empezó con sus molinos en 1989, lo consideraron un extravagante, un campesino excéntrico. En aquel entonces, las energías renovables eran cosa de aficionados. ¿Cómo que le iban a hacer la competencia a las grandes centrales eléctricas? Eso, jamás. Pero también era la época en la que el conflicto por la energía nuclear estaba en plena ebullición en Alemania, más que en ningún otro país industrial del mundo. Ese conflicto sigue determinando hoy el debate energético alemán, y es la raíz de la intransigencia con que se siguen enfrentando las energías convencionales y las renovables. Esto explica por qué la catástrofe nuclear en Japón en 2011 pudo rubricar el abandono de la energía nuclear en Alemania, a pesar de que las probabilidades de un tsunami son casi inexistentes. El personal de las centrales térmicas ya se teme que ellos serán los próximos. “La incertidumbre es enorme”, asegura Faust.

Un millón y medio de ciudadanos han instalado placas solares con las que producen su propia electricidad

La transición energética hace tiempo que sigue sus propias leyes. Por ejemplo, dado que cada vez hay más molinos en el norte y en el mar, se necesitan urgentemente líneas eléctricas hacia el sur. De lo contrario, los cambios quedarán limitados a una red demasiado reducida. Actualmente hay que transportar la electricidad a través de tres gigantescas líneas de corriente continua, y como los habitantes de muchos lugares se oponen a los postes eléctricos, tienen que ser cables subterráneos. En las grandes centrales del siglo XX, los cables, sencillamente, pasan por cualquier sitio.

De todas maneras, para muchos hogares esas centrales ya no tienen ninguna importancia porque se abastecen a sí mismos. Además de las placas solares en los tejados, en los sótanos hay cada vez más baterías privadas. Así, la transición energética se ha convertido de repente en compañera de viaje del mundo digital, en el que a la inteligencia colectiva de Internet podría sumarse la estabilidad colectiva de muchos pequeños acumuladores. “Es lo que la gente quiere, y está tratando de autoabastecerse de energía”, constata Sterner. “La política tiene que permitirlo”. Sin embargo, también en Alemania se están multiplicando los límites, sobre todo por miedo a que en algún momento la ciudadanía se rebele porque tiene que pagar demasiado por la transición energética.

Y es que el experimento no es barato. Un hogar alemán de cuatro personas paga actualmente 200 euros al año solo en estímulos a las energías renovables. De este modo, se redistribuye un total de 21.000 millones de euros. Y, algún día, los costes de la construcción de las nuevas líneas de transporte también aparecerán en la factura eléctrica. “De todas maneras, siempre es mejor que poner el dinero en energía nuclear”, opina Detlef, “porque nuestra energía es natural”. También en los sondeos los ciudadanos se pronuncian normalmente a favor de la transición verde. La última vez lo hizo un 92% en un sondeo de PricewaterhouseCoopers.

El fracaso ya no es una opción. Se ha invertido demasiado dinero, los logros son muchos y las energías renovables son cada vez más competitivas. “La economía es favorable a la transición energética”, zanja Kemfert. “Tarde o temprano, las economías de todos los países se encontrarán ante ese reto porque el cambio climático no se está deteniendo”.

Michael Bauchmüller es periodista del Süddeutschen Zeitung.

Traducción de News Clips.

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