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La ruta de los Balcanes se estrecha

Macedonia, Serbia, Croacia y Eslovenia solo dejan pasar a sirios, afganos e iraquíes

Silvia Blanco
Refugiados esperan frente a una cerca de la frontera entre Hungría y Serbia, cerca de la localidad de Horgos, el pasado septiembre.
Refugiados esperan frente a una cerca de la frontera entre Hungría y Serbia, cerca de la localidad de Horgos, el pasado septiembre.AFP

Al centro de refugiados de Krnjaca, a las afueras de Belgrado, se llega por un camino solitario junto a un poblado de chabolas y perros merodeando. Varios barracones se extienden sobre una explanada silenciosa. A uno de ellos llegó hace dos semanas Thomas, un nigeriano de 36 años que es pastor evangélico. Con él hay sudaneses, etíopes, somalíes, marroquíes… Su nacionalidad es, desde hace tres semanas, razón suficiente para bajarlos de un tren, para apearlos de la esperanza de llegar a la Unión Europea.

Macedonia, Serbia, Croacia y Eslovenia, los países de la ruta balcánica que atraviesan los refugiados, ya solo permiten el paso a sirios, iraquíes y afganos. A Thomas y al resto los consideran “emigrantes económicos” y los apartan del río humano que nace en el Egeo y que no ha dejado de fluir desde enero hacia el norte de Europa pese al invierno y los demás peligros de la ruta. Solo por Serbia han pasado ya medio millón de personas.

Thomas viene de Bama, una ciudad castigada por el terror islamista de Boko Haram. Dice que a su padre lo mataron los yihadistas el año pasado y que decidió huir a Noruega por “la crisis religiosa”, dice, al ser él cristiano. Está en el pasillo, junto a las habitaciones, cada una de tres camas tristes. Fuera hace frío, hay dos grados de temperatura. Esquivó los controles en Macedonia, llegó andando a través de los bosques por Serbia y lo pararon en la gris estación de Sid, la última ciudad serbia antes de la frontera con Croacia. “No puedo cambiar el color de mi piel. Me bajaron del tren”, dice resignado.

Ashjan, una iraquí de 20 años, es de las que sigue en el camino. Acaba de llegar a Adavseci, al viejo hotel de carretera abandonado donde descansan los refugiados antes de cruzar a Croacia en tren. Va a Alemania con su padre y su hermano de 13 años. Lleva las uñas pintadas, pantalones y velo, zapatillas con calaveras: ha escogido para huir la ropa que lleva dos años sin poder ponerse. “Con el ISIS todo está prohibido. No puedes comprar, ni escuchar música, ni salir a la calle, ni llevar pantalones”, cuenta.

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El frío no detiene la huida masiva, pero complica las cosas. Los médicos están viendo ya hipotermias, fiebre, infecciones respiratorias, ampollas en los pies, embarazadas exhaustas. “Esto solo va a empeorar conforme avance el invierno, y estamos muy preocupados porque aquí se pueden alcanzar hasta 15 grados bajo cero”, advierte el coordinador sobre el terreno de Médicos sin Fronteras (MSF) en Serbia.

En este hotel destartalado, a 20 minutos en coche de la estación, una madre viaja con cuatro niños y un bebé. Se les dan guantes, abrigos, gorros. Una familia cena unas latas, otros cargan los móviles. Todos han tenido que pagar los 35 euros que cuesta atravesar Serbia en autobús desde Macedonia y han pasado por registros y cribas de nacionalidades.

Hay quien ha logrado evitar esos controles. Sin bajar de uno de los autobuses para tratar de pasar desapercibidos, viaja un matrimonio de treintañeros iraníes junto a un amigo. Llevan papeles afganos. Los compraron cuando llegaron en barcaza a la isla griega de Lesbos al enterarse de que estaban bloqueando a todo el que no fuera iraquí, sirio o afgano. “No quiero mentir, pero es necesario. ¿Qué otra cosa podemos hacer?”, dice la mujer, que no quiere que figure su nombre.

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Esta política convierte a las mafias en la principal respuesta para quienes necesitan continuar el viaje por el que han arriesgado la vida y que se vuelve aún más peligroso. También influye sobre el ritmo de llegadas: de 60 autobuses que llegaban cada día a la frontera, ahora son 40, aunque en ese descenso, explica Lydia Gall, coordinadora de Human Rights Watch (HRW) en la zona, hay otros factores decisivos como el mal tiempo en el Egeo y la mayor implicación de Turquía en contener el flujo. Gall asegura que el filtro por país de procedencia “viola totalmente los derechos humanos y el estatuto del refugiado”. “El derecho de asilo es individual y las solicitudes se evalúan en función de las circunstancias personales”, no de las nacionalidades, explica.

Serbia da la oportunidad, a los que no tienen esas tres nacionalidades, de pedir asilo en su territorio. Iniciar los trámites es un requisito para quedarse en el centro de refugiados de las afueras de Belgrado donde están Thomas y otros africanos. No hay muchos interesados en quedarse en Serbia, y además, desde 2008 Belgrado solo ha reconocido como refugiados a 21 personas, según HRW. El proceso es lento. Farhim, un somalí de 19 años, lleva siete meses en ese centro esperando una respuesta después de haber hecho dos entrevistas. “No tengo dinero, ni respuesta positiva o negativa”, afirma.

En el centro de refugiados de Belgrado, el nigeriano Thomas dice que va a esperar en Serbia a que se elimine la medida que les descarta para seguir adelante la ruta. Detrás de él una mujer que restriega a mano unas zapatillas en el lavabo se queja de que todo el mundo les dice que no saben nada. Con solemnidad, Thomas pide a la UE que ayude a los africanos que ya están en Europa. Otro nigeriano explica que regresar no es una opción: “Hemos llegado demasiado lejos como para volver”.

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Sobre la firma

Silvia Blanco
Es la jefa de sección de Sociedad. Antes ha sido reportera en El País Semanal y en Internacional, donde ha escrito sobre migraciones, Europa del Este y América Latina.

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