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Merkel en el centro del Europa

La canciller se enfrenta al inmenso de reto de controlar la llegada de refugiados y dirigir la sociedad hacia la integración

Timothy Garton Ash
Costhanzo

Como la crecida que inunda el castillo en el corazón de una ciudad medieval, las múltiples crisis de Europa están afectando a su líder indiscutible. Para Angela Merkel, ser el personaje del año de la revista Time será magro consuelo ante la perspectiva de una especie de revuelta en la conferencia de su partido. Esta semana las juventudes de la Unión Demócrata Cristiana quieren proponer un límite para el número de refugiados admitidos, y se calcula que pueden tener el apoyo de aproximadamente el 40% de los delegados. La canciller, admiradora de Catalina la Grande, se defenderá con la actitud implacable y la flexibilidad táctica que le han granjeado el calificativo de maquiavélica. Pero Merkel está acosada y, con ella, el núcleo del centro europeo.

Nunca me olvidaré de una fotografía de Merkel de pie, sola, en el centro de un vasto escenario vacío bajo un cartel suspendido del techo que decía Die Mitte (el centro). En estos 10 años, ella y el país que gobierna se han convertido en eso: el centro político, económico, diplomático e ideológico de Europa. No sólo porque Alemania ha tomado la iniciativa en la crisis de la eurozona, en la agresión rusa a Ucrania y en el problema de los refugiados. La política europea lleva tiempo alejándose del viejo centro, con sus elementos cristianodemócratas, socialdemócratas y demócratas liberales de 1945, hacia partidos alternativos, más o menos xenófobos, englobados bajo la insuficiente etiqueta de populistas. Ahí está el triunfo de Marine le Pen en las elecciones regionales en Francia. O el nuevo gobierno de Polonia.

En estos 10 años, Merkel y el país que gobierna se han convertido en el centro político, económico, diplomático e ideológico de Europa

El diario sensacionalista Bild publicó hace poco un mapa titulado ‘Los vecinos de extrema derecha de Alemania’. La gran potencia europea no aparecía rodeada de alianzas hostiles (la pesadilla de las coaliciones del canciller Bismarck), sino de países con partidos de extrema derecha en el gobierno o en ascenso: Dinamarca, Polonia, la República Checa, Austria, Francia, Bélgica, Holanda. En Alemania, hasta el momento, el centro resiste. Sin embargo, como decía Bild, la Alternativa por Alemania (AFD) ha subido hasta el 8% en los sondeos. La AFD empezó oponiéndose al euro, pero últimamente se parece cada vez más al UKIP británico, puesto que vincula los problemas de Europa con la inmigración, sobre todo con la entrada de musulmanes extranjeros (en voz baja, terroristas) al corazón de la patria.

Ese es el problema. Si Merkel no hubiera presidido la llegada de casi un millón de refugiados e inmigrantes en un año (950.000, según las últimas cifras oficiales), seguiría siendo la emperatriz indiscutible de Alemania y Europa.

Por eso tengo que decir en voz muy alta: incluso si esta llegada masiva fuera consecuencia de un error impulsivo e infrecuente de la precavida Merkel, amplificado por los rumores disparados en Oriente Próximo ("todo el mundo es bienvenido, pásalo"), el resultado ha sido uno de los momentos más brillantes de la historia de Alemania. Cualquiera que conozca esa historia tuvo que conmoverse al ver cómo se convertía en la tierra prometida para los refugiados. La Estatua de la Libertad se instaló temporalmente en Berlín. Los alemanes aplaudían en las estaciones de tren, ayudaban y siguen ayudando a los recién llegados. Después de palabras como Schadenfreude y Spitzenkandidat, debemos aprender otro término alemán: Willkommenskultur. Mientras tanto, en la tierra de la libertad, Donald Trump pide que se acabe con la inmigración de musulmanes. Todos los alemanes deberían enorgullecerse de Merkel, y todos los estadounidenses, avergonzarse de Trump.

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Casi un millón de personas, muchas de ellas traumatizadas y de culturas diferentes, han llegado en un solo año a un país de 80 millones

Sin embargo, es perfectamente comprensible que los alemanes digan ahora que basta ya, que no pueden hacer esto solos. Casi un millón de personas, muchas de ellas traumatizadas y de culturas muy diferentes, han llegado en un solo año a un país de 80 millones de habitantes (en proporción, es como si llegaran cuatro millones a Estados Unidos). La mayoría de los socios europeos, con la honrosa excepción de Suecia, han acogido a muy pocos. Y el peso está empezando a ser excesivo incluso para un Estado rico y bien organizado como Alemania. No podemos pretender seguir como hasta ahora. Ahora que, con el invierno, va a disminuir la llegada de inmigrantes, toda Europa debe combatir a los traficantes, ofrecer instalaciones mejores a los refugiados en los países vecinos de Siria, mejorar la gestión de la inmigración en el sureste de Europa, y hacer un gran esfuerzo no sólo para castigar a ISIS por los atentados de París, sino para poner fin a la guerra de Siria.

Por su parte, Alemania tiene que hacer sus deberes. Aunque no entrara ni un refugiado más, ya está allí ese millón de recién llegados. Si consiguen integrarlos, esa gente, en general más joven y llena de energía, contribuirá enormemente a resolver el problema demográfico crónico del país —con una población envejecida en un Estado de bienestar muy generoso—. Si no se integran, Alemania tendrá minorías radicalizadas y seguramente algún atentado, que desencadenará una espiral de desconfianza mutua. Para salir adelante, la sociedad alemana tendrá que cambiar ciertas actitudes cuanto antes. En la Universidad de Oxford hicimos un estudio comparativo sobre la integración de los inmigrantes y sus hijos en cinco democracias de Occidente: Estados Unidos, Canadá, Franca, Reino Unido y Alemania. Había varios aspectos (aunque no todos) en los que los alemanes estaban muy por detrás (el más llamativo, la doble nacionalidad). No va a ser la Canadá de Europa central, pero el país de Merkel debe encontrar una manera de que los alemanes de origen iraquí, sirio, afgano, los alemanes musulmanes, se sientan a gusto.

Este es quizá el último y mayor reto que afronta la dirigente. Necesita asegurar a su pueblo que tiene controlada la llegada de inmigrantes, y dirigir la sociedad hacia una integración cívica, económica y cultural sin precedentes. Si lo consigue merecerá el Premio Nobel de la Paz.

Timothy Garton Ash es profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com project, e investigador titular en la Hoover Institution, Universidad de Stanford.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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