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Obama remueve los cimientos del patriotismo estadounidense

El presidente de Estados Unidos reformula la idea del 'excepcionalismo americano' para reflejar la nueva diversidad del país y ofrecer una visión autocrítica de la historia

Marc Bassets
El presidente Obama en una ceremonia conmemorativa del 11 de septiembre, en 2014
El presidente Obama en una ceremonia conmemorativa del 11 de septiembre, en 2014Pete Souza (The White House)

El presidente Barack Obama intenta redefinir el patriotismo estadounidense. Frente a la idea de una nación elegida y única, Obama propone una alternativa: una visión autocrítica de un país excepcional, sí, pero no sólo por sus virtudes; también por sus pecados. Su versión del llamado excepcionalismo americano, patente en la reacción a los atentados de París y San Bernardino o en el acercamiento a Cuba e Irán, refleja cambios sociales de unos Estados Unidos más diversos, con una historia compleja: heroica y traumática. Y se traduce en una política exterior cauta, consciente de los límites para cambiar el mundo.

En noviembre, tras los atentados yihadistas de París, y ante las presiones para que EE UU actuase rápido y con contundencia contra el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés), Obama dijo para defender su estrategia: “Lo que no haremos, y lo que yo no hago, es actuar para obtener beneficios políticos o para que, en un sentido abstracto, América parezca fuerte o yo parezca fuerte”.

A principios de diciembre, tras el ataque de San Bernardino (California), en el que un matrimonio inspirado por el ISIS mató a 14 personas, Obama dijo: “Lo que sabemos es que tenemos un patrón de tiroteos masivos sin paralelo en ningún otro lugar del mundo”.

En la primera declaración, Obama rechazaba el patrioterismo agresivo: la idea arrogante de que a golpe de bomba este país puede solucionarlo todo. En la segunda, señalaba una evidencia: EE UU es excepcional en muchos sentidos, pero uno de ellos es en la epidemia de muertes por armas de fuego.

Obama ve a EE UU con sus claroscuros, un contraste con la visión prevalente del excepcionalismo americano, la idea de que este país es “la ciudad brillante sobre la colina”, según la expresión de John Winthrop, uno de los primeros peregrinos en desembarcar en la Nueva Inglaterra en el siglo XVII.

Uno de los textos canónicos del excepcionalismo americano es el último discurso del presidente Ronald Reagan antes de abandonar la Casa Blanca, en enero de 1989. El republicano Reagan recordó un episodio de principios de los ochenta. La tripulación de un portaaviones estadounidense avistó un barco con refugiados vietnamitas. Una lancha del portaaviones fue a rescatarlo. Cuando se acercaba al buque, uno de los refugiados dijo a uno de los marinos estadounidenses: “Hola, marinero americano. Hola, hombre de la libertad”. Esto era Estados Unidos, para el presidente Reagan: “La ciudad brillante sobre la colina”, que expresaba Winthrop, el faro de la humanidad, un imán para “los peregrinos de los lugares perdidos que se precipitan a través de la oscuridad, hacia casa”.

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Obama no se cansa de repetir que EE UU es el único país que puede liderar la respuesta a grandes crisis, desde el yihadismo al ébola, pero matiza la visión de un excepcionalismo americano místico e inapelable. Sus críticos le reprochan que en 2009, poco después de llegar a la Casa Blanca, dijese: “Creo en el excepcionalismo americano, del mismo modo que sospecho que los británicos creen en el excepcionalismo británico y los griegos creen en el excepcionalismo griego”. Una de las promesas de los candidatos republicanos, en la campaña para las elecciones presidenciales de noviembre, es recuperar la grandeza estadounidense, supuestamente degradada por Obama.

Con Obama, EE UU se ha abierto a dialogar con viejos enemigos como Cuba e Irán. En ambos casos, el giro se acompaña de un mea culpa, una relectura de la propia historia.

El ‘mea culpa’

“Incluso con tus adversarios, creo que debes ser capaz de ponerte en su piel”, dijo tras el acuerdo nuclear con Irán, en julio. “Si miras a la historia de Irán, el hecho es que tuvimos alguna implicación en el derrocamiento de un régimen democráticamente electo”, dijo. Era una alusión al golpe que en 1953 derrocó al primer ministro iraní, Mohammed Mossadegh. “Soy consciente de que hay capítulos oscuros en nuestra propia historia en los que no hemos observado los principios y los ideales sobre los que se fundó el país”, dijo el presidente en abril, en la cumbre de líderes americanos en Panamá. Ninguno de los que le escuchaban —algunos de ellos, dictadores y presidentes autoritarios— entonó un mea culpa similar.

Obama articula “una forma nueva y radical del excepcionalismo americano”, escribió hace unos meses The Washington Post, en un artículo que desmenuzaba el discurso del presidente en Selma (Alabama), el 7 de marzo pasado. Aquel día, cincuenta años antes, quedó en la historia de la lucha por los derechos civiles como el domingo sangriento, por la represión policial contra los manifestantes en Selma.

En el discurso, Obama enumeró una serie de referentes alternativos de la historia estadounidense que incluía a exploradores y nativos, a inmigrantes latinos y supervivientes del holocausto, a los bomberos que perdieron su vida el 11-S en la zona cero de Nueva York y a pioneros de la lucha por los derechos de los gais. El país cambia y también el panteón del patriotismo estadounidense.

“¿Qué mayor forma de patriotismo existe que la creencia en que América todavía no está acabada, que somos lo suficientemente fuertes para ser autocríticos, que cada generación sucesiva puede mirar sus imperfecciones y decidir que está en su poder rehacer esta nación para alinearla más cerca de nuestros ideales más altos?”, dijo.

“El excepcionalismo americano persistirá en alguna forma”

“Empezamos nuestra existencia con la convicción de que éramos una nación distinta a la que Dios estaba usando para dar un nuevo comienzo de la humanidad”, escribió a mediados de siglo el teólogo Reinhold Niebuhr, uno de los pensadores de referencia de Obama y crítico con el excepcionalismo americano. “Nos cuesta casi tanto como a los comunistas creer que cualquier persona pueda pensar mal de nosotros”, decía Niebuhr en plena Guerra Fría.

No es fácil definir el excepcionalismo americano. "Significa que nosotros, los americanos, nos vemos a nosotros mismos como el nuevo pueblo elegido, seleccionado por Dios o la Providencia o la Historia para dirigir el mundo y transformarlo a nuestra imagen", explica en un correo electrónico el historiador y exmilitar Andrew Bacevich, autor de Los límites del poder. El fin del excepcionalismo americano.

El excepcionalismo americano, dice Bacevich, no es un sinónimo de nacionalismo. Tiene un significado más amplio, dice, y está relacionado con la hybris, el término griego que designa la arrogancia desmedida. “Desde el final de la Guerra Fría, y especialmente después del 11-S”, dice Bacevich, “el excepcionalismo americano adoptó un perfil militarista y duro. Era a través del uso de un poder militar superior que Estados Unidos realizaría su misión salvadora. El presidente Obama ha reconocido el fracaso de este esfuerzo y ha intentado, en efecto, desmilitarizar el excepcionalismo americano. Pero su esfuerzo, hasta ahora, ha fracasado”.

Estados Unidos sigue atrapado en las guerras de la década pasada, en Oriente Próximo y Afganistán, y su poderío militar sigue siendo una de las bases —no la única— de su influencia mundial. “El resultado [de las elecciones presidenciales] de 2016”, dice Bacevich, “nos dará algunas claves sobre cómo se ha enmendado el concepto de excepcionalismo americano. Una cosa es cierta: persistirá en alguna forma”.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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