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El monumento invisible (Plaza de Bolívar, Bogotá)

La historia del metro de Bogotá –que no existe, pero cumple setenta y pico de años– debería ser una novela bogotana

Ricardo Silva Romero

De verdad que la historia del metro de Bogotá –que no existe, pero cumple setenta y pico de años de cruzar la ciudad en la cabeza de millones de ciudadanos malogrados– debería ser una novela bogotana, una novela rusa al menos. Tengo el título: El monumento invisible. Ya sé que en el primer párrafo se ve el tranvía de mulas varado entre el lodo helado de 1896. Tengo claro que todos sus capítulos exasperantes deben empezar con algún titular de prensa verdadero: 1942, “¡Habrá metro el próximo año!”; 1949, “Metro se hará por la Avenida Caracas”; 1957, “Canadá propone a dictadura una primera línea elevada”; 1978, “Comenzarán excavaciones para el metro de Bogotá”; 1990, “Alcalde asegura que la ciudad no puede pagar el metro que propone la nación”; 2008, “Empresas catalanas emprenden estudios conceptuales”; 2014, “Construcción del metro empezará en 2016”; 2015, “Suspenden obras por propuesta de alcalde electo”.

Puede tener un epígrafe famoso, por ejemplo la sentencia del alcalde Gaitán Cortés, para vaticinar los aprietos de la eterna obra que no llega: “el suelo de Bogotá es como la mantequilla”. Pero quizás sea mejor otro pues se trata de documentar una ciudad sin ciudadanos: un lugar carísimo, doblegado por el monopolio de los taxis y embotellado por sus propios errores –pero protegido por sus fantasmas y sus deudos a 477 años de su fundación–, que cada vecino atraviesa como sucede en su cabeza, cada personaje encara como una zanja en su camino a casa, y cada alcalde administra como un vengador, un damnificado incapaz de honrar los planes de su predecesor, y nada más efectivo que despreciar lo anterior y empezar de ceros, aquí o en Cafarnaúm, para alcanzar la cima del fiasco.

Sin que entorpezca la trama –la saga de una sociedad agazapada que, en nombre de su hastío y de los intereses de unos pocos, ha hecho la única ciudad de América Latina sin metro–, tiene que irse contando también el brutal clasismo bogotano, y el frente común que se ha dado aquí desde las pequeñas revoluciones de los artesanos, 1840 y pico, para imponer en todos los barrios la idea de que el infierno no es la desigualdad, sino la izquierda: habría que sumarle un penúltimo capítulo protagonizado por el alcalde de la ciudad hasta el jueves pasado, el izquierdista espinoso Gustavo Petro, un senador contundente convertido en administrador hipotético que –demasiado consciente, quizás, de la persecución al progresismo– corrió por ocho millones de bogotanos el riesgo de gobernar como una víctima.

Si El monumento invisible no se ha escrito, como alguna otra de esas novelas que recuerdan que las personas pasan pero las ruinas quedan, es porque suelen fracasar –como los nobles reporteros– los narradores de las historias que aún no han terminado.

Si se hiciera hoy, habría que rematarla con la posesión en la Plaza de Bolívar del nuevo alcalde: Enrique Peñalosa. Habría que empezar con un titular sacado de su discurso: “Vamos a hacer el mejor sistema de transporte del mundo en desarrollo”. Serviría recordar que por la Plaza han pasado, en 477 años, los virreyes, los próceres, los sometimientos, los gritos de independencia, los magnicidios, las tomas, las arengas del alcalde pasado. Valdría decir que el tranvía llegó una vez a la esquina de la Catedral, que quien va por allí desprevenido le tiene cariño, de golpe, a Bogotá. Tendría que verse a ciertos invitados a la posesión felices por haber desterrado a la izquierda de la alcaldía como quien desinfecta con ínfulas de dueño un apartamento que acaba de arrendar.

Tendría que verse al nuevo alcalde repitiendo en su discurso que ahora sí se hará el metro –sólo que a su manera– como jurándonos que ni siquiera esta ciudad está condenada a condenarse.

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