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Columna
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La cuarta oleada

El enfrentamiento entre el ISIS y las pulsiones democratizadoras puede decidir el futuro del mundo árabe

La primavera árabe es la cuarta tentativa de democratización o, mejor, de reclamación de un lugar independiente en el mundo de los pueblos árabes. Todas las anteriores, a salvo de la peleada e inconclusa experiencia tunecina, entraron en barrena.

La primera oleada es la de las independencias, aunque solo imaginadas. El Reino Unido, que había convertido Egipto en protectorado por exigencias de la Gran Guerra, concedía una independencia solo de palabra, en 1922, operación que repetiría en 1936 con parecidos afeites. Pero el Canal no se toca. Tras la victoria de las potencias occidentales en la guerra del 14-18, Londres otorga a la exprovincia otomana de Irak otra independencia de mentirijillas en 1932, y Francia, como heredera de Roma más apegada a los nominalismos, únicamente se retira de Siria y Líbano a fin de los años 40. Hay que esperar a la década de los 50 para que el Norte de África se libre de sus potencias protectoras. Argelia, caso único, arranca la independencia de París con las armas en la mano en 1962, mientras que Rabat elige el paso de tortuga en una imitación semiconstitucional de las monarquías europeas; Túnez, bajo el agnóstico Burguiba, moderniza el país, lo que explica la presente primavera tunecina, pero no democratiza; y Libia permanece en la inopia tribal. Salida en falso.

La verdadera independencia de Egipto solo llega con Gamal Abdel Nasser en 1952-54 —el Canal sí se toca—; y en Irak, en 1958, con el derrocamiento de la dinastía; Líbano se convierte en el Club Mediterranée de la política, una neutralidad que no amenaza a nadie; y la dictadura militar siria entra y sale del dominio de El Cairo. El gran tribuno egipcio pone en práctica una confusa embrocación llamada socialismo árabe, que impone una medida de justicia social, pero bajo una viciosa dictadura. Nasser, que muere a los 50 años en 1970, no conseguirá ser un primer Mandela. Es el tiempo de la guerra fría árabe, de pro-occidentales contra no alineados, que se resume con la derrota del panarabismo nasserista.

La tercera oleada recorre los años 70 y 80 con la infitah, apertura a Occidente, del presidente Sadat de Egipto, así como el crecimiento de Arabia Saudí, donde el petróleo brota dando una patada en el suelo, al frente de los regímenes conservadores suníes frente al chiísmo iraní, sirio, y hoy parcialmente iraquí. Y el apabullante triunfo de Israel en la guerra de 1967 hace como que hiberna al pueblo palestino, que solo aparece en los sismógrafos árabes a guisa de lamentación. Y así se llega a la última oleada, la de la primavera de 2011, que fuerza el derrocamiento de Hosni Mubarak en Cairo y Ben Alí en Túnez. Pero que tiene un doble carácter, porque tanto es una reivindicación de ese lugar en el mundo en la pugna tunecina como en la criminal irrupción del Estado Islámico. Ese es hoy el gran enfrentamiento dentro del sunismo, entre un presunto califato, cuyas raíces se afincan en la universal derrota frente a Israel, y las pulsiones más o menos democratizadoras. Una guerra que puede decidir el futuro del mundo árabe.

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