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El Papa de la seda y el percal

Francisco muestra en México su compleja personalidad capaz a la vez de buscar cómplices y reprender públicamente

El papa Francisco durante la misa en la Basílica de Guadalupe.
El papa Francisco durante la misa en la Basílica de Guadalupe.Sáshenka Gutiérrez (EFE)

Y al cuarto, descansó. Desde que partió de Roma en la mañana del viernes, el papa Francisco ha protagonizado tres encuentros de alto voltaje –con el patriarca ortodoxo ruso, con los líderes del poder mexicano y con la jerarquía eclesiástica—hasta llegar al que, según declaró durante el vuelo hacia México, era su “deseo más íntimo”: arrodillarse ante la Virgen de Guadalupe. Y lo cierto es que, una vez escuchados los dos primeros discursos de la docena que pronunciará durante su visita, no es de extrañar que Jorge Mario Bergoglio valore la tranquilidad de una celebración netamente religiosa en medio de una visita que ha esculpido para dejar huella.

Tanto su advertencia directa al poder político reunido en el Palacio Nacional –“el privilegio de unos pocos se vuelve terreno fértil para la corrupción y el narcotráfico”—como su bronca en toda regla a la jerarquía católica reunida en la Catedral de la Ciudad de México confirman que la personalidad de Francisco es más refinada y compleja de lo que sus detractores suponían. Aunque llegado de las periferias y dispuesto a arrastrar hasta ellas a una Iglesia ensimismada, Bergoglio sabe alternar la seda y el percal con una naturalidad asombrosa. El mismo Papa que un viernes busca cómplices para su causa en paisajes lejanos –la iglesia ortodoxa rusa, el régimen comunista cubano—, es capaz un sábado de decirle a la cara a líderes políticos y religiosos que su apatía, cuando no su connivencia, están arruinando la vida de quienes tendrían que proteger y confortar. Lo hace además con un tono sencillo, sin estridencias, sabiendo que al final los directamente aludidos le regalarán un aplauso y pugnarán por hacerse una foto con él.

De ahí que –merece la pena fijarse—la sonrisa y la actitud de Bergoglio, aunque siempre cordial, sea radicalmente distinta según se encuentre sobre la moqueta de un palacio o a pie de calle, rodeado por la misma gente a la que él trata de sacar de la invisibilidad en países, como México, donde más de 50 millones de habitantes siguen condenados a la pobreza y la falta de alternativas para salir de ellas. Cuando, ya en la tarde del sábado, el obispo de Roma llegó al santuario de la Virgen de Guadalupe, dirigió la homilía a los descendientes del indio Juan Diego. Por la mañana, ya le había dicho a líderes políticos y religiosos “una mirada de singular delicadeza para los pueblos indígenas y sus fascinantes, y no pocas veces masacradas, culturas”. El Papa añadió que “los indígenas de México aún esperan que se les reconozca efectivamente la riqueza de su contribución y la fecundidad de su presencia, para heredar aquella identidad que les convierte en una nación única y no solamente una entre otras”. El lunes, en Chiapas, Francisco se lo dirá directamente, en un encuentro destinado también a llevar el apellido de histórico.

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