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VISITA DEL PAPA A MÉXICO
Tribuna
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Francisco y su encíclica mexicana

Ante la algarabía teatral del Gobierno, el Papa demostró que si se trata de símbolos, nadie le gana a la Iglesia

La visita del Papa a México ha servido para rasgar el telón que protege al teatro político mexicano. Su táctica ha sido sutil, ha develado el cinismo a manera de contraste. Ante la opulencia ha opuesto la sencillez; ante la enoclofobia, el amor genuino al pueblo. En México, el encanto del Papa ha sido el de romper los encantos; el de acabar con los símbolos de la falsedad a través de sus símbolos contrarios. A su llegada al aeropuerto de la Ciudad de México fue recibido por el Presidente Peña Nieto y una recepción montada al más puro estilo del oficialismo mexicano. Pero el Pontífice evitó la alfombra roja y, con ella, el toque de folklore domesticado que suele acompañar este tipo de eventos. Su desaire tuvo tono de denuncia, hizo algo que su anfitrión jamás ha hecho: acercarse al pueblo. En ese sentido su triunfo fue mayúsculo, obligó a Peña Nieto a romper el protocolo y salirse de su monótono guion. Ante la algarabía teatral del Gobierno, el Papa demostró que si se trata de símbolos, nadie le gana a la Iglesia.

El hecho de que la élite política no se haya dado cuenta de la crítica papal, demuestra su desconexión de la realidad que gobierna. Horas después del arribo del Papa, la autocracia mexicana se volcó sobre el Palacio Nacional para presenciar la bienvenida oficial. Allí, nuevamente la crítica papal ocurrió por oposición. Ante el bullicio de una clase política que relució en su faceta más bananera, el Papa antepuso la mesura. No hubo sonrisa genuina, ni bendición colectiva como se pedía. En su lugar, el Papa se mostró serio mientras hablaba de las tentaciones de la corrupción. Entrenados para ignorar o destruir la crítica, los asistentes no se dieron por aludidos: aplaudieron con enjundia palabras emitidas para condenarlos. Para una clase política y eclesiástica acostumbrada a la endogamia de sus mutuos halagos, la denuncia del Papa cayó en su punto ciego.

El hecho de que la élite política no se haya dado cuenta de la crítica papal, demuestra su desconexión de la realidad que gobierna

Esa fue la historia del viaje del Papa: la crítica a través de la diferenciación, la denuncia sutil y la contraposición simbólica. En una explanada llena de pueblos indígenas, las dos filas de políticos que se colocaron en la parte delantera desentonaron en el ambiente. Los políticos, liderados por el gobernador chiapaneco Manuel Velasco, resaltaban por lo que son: outsiders. Su realidad es tan ajena al mundo que los rodeaba que ni siquiera se dieron cuenta de que su presencia allí ofendía. Marginados por su gobierno, por sus políticos, por su iglesia, los indígenas tuvieron una rara ocasión bajo los reflectores. Pero el oportunismo político es celoso de las luces y el gobernador se sentó lo más cerca que pudo del escenario; al menos su vista privilegiada le permitió observar de cerca un acto de humildad con el que no cuenta en su repertorio: el pedir perdón.

El gesto autocrítico del Papa fue suficiente para legitimar sus denuncias del sistema corrupto que permea a México. Ciertamente en la Iglesia Católica las rectificaciones históricas suelen demorarse: tardaron 359 años en rehabilitar a Galileo y 400 en pedir perdón por la hoguera que mató a Bruno. En San Cristóbal de las Casas, Francisco I pidió perdón a las comunidades indígenas por el maltrato y desprecio históricos que han sufrido. Para ello tuvieron que pasar cinco siglos y un papa latinoamericano. Pero si bien la disculpa de la Iglesia llega tarde, la del gobierno es aún inexistente. Sentado de frente a Francisco, el gobernador de Chiapas se infundía en espíritu indigenista con singular cinismo: En un estado con una población indígena del 27% ¿qué porcentaje de su gabinete es indígena?

Meses antes de la visita papal, los gobernadores de los estados elegidos para el recorrido gastaron millones de pesos en presumir la llegada del Papa a sus territorios. Su despilfarro demostró los alcances del oportunismo. El Papa no eligió ir a Juárez, Michoacán, Ecatepec y Chiapas por curiosidad turística sino porque son justamente los símbolos del fracaso político mexicano. En ese sentido, la publicidad de los gobernadores es un contrasentido: presume su fracaso y constata sus incapacidades. Eso fue lo que logró el Papa en México, evidenciar el cinismo y la falsedad a través de un su genuina presencia. En sus 5 días de visita en México, Francisco I estuvo más cerca de los mexicanos de lo que el gobierno y la iglesia mexicana han estado en las últimas décadas. Este quedará como el legado más auténtico de la primera visita del Papa Francisco a México. Enseñó a los políticos mexicanos que hay formas dignas de liderar. Los hizo ver minúsculos en cara del verdadero poder.

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